Artes escénicas en España. Ni triunfalismo, ni fatalismo

Artículo publicado en la revista alemana Theater der Zeit, para su espacial España de Octubre de 2022 con motivo de la presencia de honor de nuestro país en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt de este año. 

 

ARTES ESCÉNICAS EN ESPAÑA. Ni triunfalismo ni fatalismo, sino todo lo contrario

El pasado 26 de julio, la joven poeta y creadora escénica Juana Dolores Romero (El Prat del Llobregat, Barcelona,1992), escribía en Twitter lo siguiente (traduzco del catalán): “Muchas entrevistas, mucha visibilidad, mucha mediatización, mucho ruido y poco dinero; llevo tres meses llegando justa a fin de mes. La situación de precariedad y miseria de los trabajadores de las Artes Escénicas en Catalunya es terrible. Imposible crear una escena si dependemos de poder pagar o no el alquiler y después, ya si eso, nos ponemos a pensar y a crear.” Unos días antes, el 20 de julio, el dramaturgo Antonio Rojano (Córdoba, 1982), una de las voces más representativas de la autoría teatral contemporánea en España, se quejaba también en Twitter (aquí somos muy aficionados a volcarlo todo ahí) de la impunidad con la que se actúa en determinadas direcciones artísticas de teatros públicos ante el preocupante caso de la retirada de la producción de una obra de Paco Bezerra (otra voz sobresaliente de nuestra dramaturgia actual, nacido en Almería en 1978) en los Teatros del Canal de Madrid, dependiente de la administración autonómica. La institución se había comprometido a invertir un dinero, junto al programa europeo Próspero y una productora privada catalana, para montar Muero porque no muero. La vida doble de Teresa, un texto de Bezerra en el que la mística más famosa de la literatura española, Teresa de Jesús, entre otras peripecias, es encarcelada por hacer una pintada en las paredes del Congreso de los Diputados, sede del Gobierno español: “Escribir en España no es llorar, escribir en España es morir”. Tras esta injustificada retirada de la programación de la temporada 22/23 se cierne la sospecha de censura sobre el episodio, porque las explicaciones son escasas y confusas. Quizás no hace falta que, como durante la dictadura franquista, un señor muy serio con restos de saliva en el mostacho, llene de tachones un texto teatral antes de ser estrenado. Basta con retirar el dinero necesario para ponerlo en escena.

Dinero, siempre el dinero. Escojo estos dos hechos (uno desde Cataluña, otro desde Madrid) para abrir este artículo consciente de que, por muy significativos que sean, plasman una imagen parcial de la actualidad escénica española, para nada representativa globalmente de la misma. Pero cualquiera que se dedique al teatro estará de acuerdo en que la precariedad y la política cultural son nuestras espadas de Damocles. Bien podía haber empezado enarbolando optimismo ante la profusión de estrenos en los escenarios españoles, la reactivación de nuestros grandes festivales tras el paréntesis pandémico o ante el fenómeno Juan Mayorga, dramaturgo académico de la lengua y flamante Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022 (el más prestigioso galardón que se otorga en este país, con permiso del Premio Cervantes). Pero es que en España, el triunfalismo es siempre sospechoso, el todo bien es pura propaganda; y el fatalismo, el todo mal, es queja de corto recorrido, ciega a la realidad. Mayorga es un genio del que todos nos sentimos absolutamente orgullosos y una persona cercana, humilde, comprometida como pocas con el teatro, cuyas obras han sido y siguen siendo estrenadas en numerosos países traducidas a múltiples lenguas. Ya hay quien piensa que terminará ganando el Nobel de Literatura. Mayorga es punta de lanza de un periodo dorado de nuestra dramaturgia, que en las dos primeras décadas del siglo XXI ha despegado hasta hacerse oír en muchos rincones del planeta. Mayorga es un estandarte perfecto para abrir un desfile panegírico sobre nuestra escena, pero pese a él, detrás del estandarte, no hay desfile y jolgorio, sino procesión y sacrificio. Porque aunque sobra talento y se hacen esfuerzos ingentes, nunca parece suficiente y la escena española no abandona los vicios estructurales que arrastra desde hace 40 años, como poco. Pongamos un poco de contexto en todo esto.

España es un país que combina, política, social y económicamente, el principio de unidad de la nación con el de autonomía de las regiones. No es puramente un Estado centralizado, como Francia, aunque al menos en lo que a teatro se refiere, nada que ver con la diversificación productiva y geográfica del sistema escénico francés. Tampoco es un estado federal puro, como Estados Unidos, pero soñamos pacatamente con un Broadway en la Gran Vía madrileña. Aquí, como el tendido ferroviario, todo irradia desde Madrid, que tiende puentes con otros polos de actividad, principalmente Barcelona, y en menor medida Sevilla, Valencia o Bilbao, que a su vez son centros de sus respectivos territorios que duplican el modelo a menor escala, en algunos casos entrando en la ecuación la excepcional particularidad cultural de territorios asociados a otros sentimientos nacionales y con lengua propia como Catalunya (junto a la Comunidad Valenciana y Baleares), Galicia, Asturias o el País Vasco y Navarra. El estado autonómico que es España se organiza territorialmente en cuatro niveles: gobierno central, dentro de él las comunidades autónomas (17), dentro de ellas las provincias (50 más dos ciudades autónomas en territorio africano, Ceuta y Melilla) y dentro de las provincias los municipios. Añadamos a todo este entramado todavía algunas figuras como los cabildos insulares o los concellos en Galicia y un residuo territorial que tiene su origen en la primera constitución española de 1812, las diputaciones, asociadas hoy a las provincias, que siguen jugando un papel importante en lo cultural a la hora de impulsar la actividad a base de ayudas, subvenciones y otros estímulos. Toda esta estratificación (que propicia no pocas veces una endiablada burocratización de la vida) juega un papel fundamental a la hora de financiar la actividad escénica española, porque -digámoslo ya- el teatro español no existiría sin el dinero público, por mucha colaboración público-privada de la que se presuma, otra cantinela sospechosa en un país tan asiduo a la corruptela.

Durante los meses más duros de la pandemia de Covid-19, en 2020, se oyeron muchas voces pidiendo que se aprovechara la oportunidad para reconstruir un ecosistema escénico maltrecho, diagnosticado como ineficaz y anticuado, dejando atrás los problemas estructurales enquistados que todo el mundo parecía conocer. Pese a la extraordinaria e inédita unidad que mostró el sector en los momentos más difíciles (y que logró el milagro de mantener la actividad escénica nada más salir del primer confinamiento, a base de una gestión ejemplar de la emergencia sanitaria), sustancialmente, dos años después, no ha cambiado nada. Así que tomaré como referencia datos oficiales de 2019 (extraídos del Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura y Deporte), que confirmaban una tendencia al alza en los números globales desde 2013, verdadero annus horribilis para el teatro español en el que se evidenciaron todas las consecuencias del ciclo crítico que se abría en 2008.

 

SNMM1 ©Laura Meijueiro

Show no mercy, Moses. Texto y dirección: Álvaro Vicente. Réplika Teatro, mayo 2021 ©Laura Meijueiro

En un país en el que solo un 30% de su población dice ir a ver espectáculos de artes escénicas al menos una vez al año, y casi un 30% confiesa no ir nunca, existen unos 1700 espacios teatrales estables (3,6 espacios por cada 100.000 habitantes), que en su mayoría (un 60%) tienen un aforo de entre 100 y 500 butacas (un 18% tienen entre 500 y 1000 butacas). El 70,8% de esos espacios es de titularidad pública (1210) y el 27,8% de titularidad privada (de estos, más de la mitad, 278, están en Madrid y Cataluña). Cataluña es la comunidad con más espacios, 392, a razón de 5 por cada 100.000 habitantes. Le siguen Madrid (288), Andalucía (217), Comunidad Valenciana (145), Galicia (94), Castilla y León (83) y País Vasco (76). Hay registradas unas 5.000 compañías de artes escénicas (sobre todo de teatro y danza), de las que la mayoría están ubicadas en Madrid (24,6%) y en Cataluña (19,9%). En cuanto a festivales, entre teatro y danza suman 1166, y en este caso son más numerosos en Andalucía (200). Por otro lado, de los casi 400.000 alumnos matriculados en Enseñanzas Artísticas de Régimen Especial, un 9% cursan estudios de danza, y solo un 0,7% de Arte Dramático. En cuanto a números globales, en 2019 se dieron en España casi 51.000 representaciones escénicas, con algo más de 14 millones de espectadores y casi 239 millones de euros de recaudación. Estas representaciones tuvieron lugar, en un 61%, en núcleos urbanos de más de 200.000 habitantes, siendo siempre Madrid y Cataluña donde más representaciones hay (54%) y donde más se recauda (71%).

El ente público estatal que centraliza toda la gestión de las artes escénicas en España, dependiente del Ministerio de Cultura y Deporte, es el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), un organismo muy cuestionado por el sector en los últimos tiempos que está pendiente de una reforma integral (como pendiente está el desarrollo interministerial del Estatuto del Artista desde hace varios años). No son pocos los conflictos laborales enquistados, desde el ámbito técnico y del actoral, pues estos últimos, por ejemplo, sufren las consecuencias de una situación tan anómala como es el hecho de que el INAEM esté intervenido por el Ministerio de Hacienda desde 2014, lo que retarda el cobro de sus sueldos mes a mes. Del INAEM dependen directamente 13 organismos escénicos, entre los que están el Centro Dramático Nacional, la Compañía Nacional de Danza, la Compañía Nacional de Teatro Clásico o el Museo Nacional del Teatro. Once de ellos tienen su sede en Madrid, donde estas instituciones conviven con los Teatros del Canal, de titularidad autonómica, el Teatro de La Abadía, gestionado por varias administraciones, y los teatros y centros artísticos Español, Fernán Gómez, Circo Price, Conde Duque y Matadero, dependientes del Ayuntamiento de la capital. Otros teatros públicos que capitalizan gran actividad escénica son el Lliure y el Teatre Nacional de Cataluña en Barcelona, el Teatro Arriaga en Bilbao, el Teatro Central en Sevilla o La Mutant de Valencia. La lista de teatros públicos es ingente, pues en cada pueblo o ciudad de España existe al menos un espacio escénico de titularidad pública, casi siempre de gestión municipal.

Todos esos espacios diseminados por la geografía española forman parte, en su mayoría, de redes autonómicas con funcionamientos y gestiones dispares, algunas más consolidadas y eficaces que otras. A su vez hay una Red Nacional de Teatros, Auditorios, Circuitos y Festivales de Titularidad Pública (www.redescena.net), donde están incluidas también las ferias, de gran importancia para la movilidad del arte escénico por toda la nación. Las ferias tienen su propio organismo asociativo, COFAE, Coordinadora de Ferias de Artes Escénicas, así como las empresas privadas tienen FAETEDA, la Federación Estatal de Asociaciones de Empresas de Teatro y Danza. Estas empresas son las que se benefician principalmente del Programa Platea, un catálogo impulsado por el INAEM y la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) para facilitar la labor de programación y la movilidad de las compañías rebajando el riesgo económico para estas últimas. Los espacios de pequeño formato, por su parte, tienen la Red de Teatros Alternativos, con 55 salas repartidas por todas las comunidades autónomas. Desde esta red se elabora anualmente un catálogo de obras que alimenta el Circuito de la Red, otra iniciativa para estimular la movilidad de las compañías. Completaría este dibujo el tejido de escuelas superiores de arte dramático, que son 13 y cubren casi todo el territorio español, aunque muchos de los estudiantes acaben buscando su futuro en Madrid o Barcelona ante la falta de industria y producción en sus territorios de origen. Porque fuera de Madrid y Barcelona, apenas se produce, todas esas redes y teatros son para la mera exhibición, lo que conlleva casi siempre un efecto de homogeneización en la oferta. Aunque paradójicamente centros públicos nacionales como el CDN tienen serias dificultades para llevar de gira por España y el extranjero sus producciones, y nadie acierta a explicar exactamente por qué. Enigmas de la política cultural…

 

Europa Los Tutelados. Dirección: Mikolaj Bielski. Dramaturgia: Mikolaj Bielski y Álvaro Vicente. Matadero Madrid Febrero 2020

Europa Los Tutelados. Dirección: Mikolaj Bielski. Dramaturgia: Mikolaj Bielski y Álvaro Vicente. Matadero Madrid Febrero 2020

Este es el sistema, en teoría bien organizado. Pero, lo decíamos al principio, la precariedad es norma y las políticas culturales no siempre dan buenos resultados por ser eminentemente cortoplacistas. Pero hay casos de éxito. Cuando se ha puesto el esfuerzo en un ámbito, como el dramatúrgico, con una mirada a largo plazo, con la proliferación de enseñanzas, espacios de visibilidad, estímulos económicos, premios, esfuerzo asociacionista y atención universitaria, los resultados han llegado y hoy disfrutamos de una generación de autores y autoras teatrales que son envidia y espejo y objeto de estudio. El reverso de la moneda es que muy pocos autores viven del teatro, deben diversificar su actividad y esperar el maná de los derechos de autor si algún teatro o compañía decide llevarlos a escena. O se llevan ellos mismos, algo muy común, invirtiendo tiempo, esfuerzo y dinero sin tener una expectativa clara de recuperar lo invertido.

Con todo, la cuestión, al final, es que se estimula la oferta, pero no la demanda. Y este es uno de los grandes problemas de nuestro sistema teatral actual, junto con el escaso interés en la exportación de nuestros bienes teatrales. A excepción de la danza clásica y el flamenco, potenciados de una forma muy codificada bajo el auspicio de la marca España junto al jamón ibérico, el aceite de oliva o el vino de La Rioja, hay muy poca presencia del teatro español en los foros internacionales. Mirando algunos de los principales festivales escénicos de Europa y América Latina de los últimos cinco años, nuestra escena está representada por unos pocos artistas (Rodrigo García, Angélica Liddell, Juan Mayorga, La Zaranda, La tristura, El Conde de Torrefiel, Rocío Molina o Israel Galván). Pero luego, dentro de nuestras fronteras, el exceso de producción origina tapones infranqueables, porque el sistema es incapaz de absorber tan desproporcionada actividad. Un ejemplo desde la base: para el último Circuito de la Red de Teatros Alternativos se presentaron unas 900 propuestas, de las que solo iban a ser elegidas unas 50 o 60 para girar. Para el resto: siga buscando. No hay espacios suficientes y, si no hay espacios, ¿es porque no hay público suficiente? ¿Es porque no hay estímulos suficientes? ¿Es porque en un sistema pequeño y clientelar trabajan siempre los mismos o solo tiene cabida un mismo tipo de producto escénico?

Y aún más importante: ¿le interesa el teatro a la sociedad española? A juzgar por los espacios que ocupa en los medios de comunicación, muy poco. Igual es un problema global que responde a la naturaleza eminentemente presencial y anti-algorítmica del arte escénico, imposible de viralizar. Hay cada vez menos crítica porque hay más mercado, en general, y en lo teatral, el llamado teatro comercial, el privado, el que se juega los cuartos para llenar la platea, tira de las herramientas seguras: comedia, gran repertorio, actores y actrices “famosos” o “prestigiosos”, espectacularidad, teatro musical, estéticas televisivas, etc. Lo ordinario sucede en el centro, en el centro de España y en el centro de las ciudades. Lo extraordinario, es decir, lo extraño, es periférico (en sentido literal y figurado) y queda asociado a los festivales, y con ellos, al turismo, a la experiencia total, otro mantra neoliberal. Mientras algunas propuestas se eternizan en la cartelera porque forman parte del paisaje cultural oficial -política y poéticamente inofensivo- de una gran ciudad, otras propuestas pasan fugazmente y los acólitos, los feligreses del gran teatro intelectual, se parten la cara por conseguir una entrada o una invitación para alguna de las pocas funciones que se ofertan tirando de contactos, yo el primero. Porque a Castellucci, a Lepage, a la Liddell o Mouawad no hay que perdérselos, ¡vive Dios!

El escaparate es variado, sí, pero uno tiene la sensación de que el teatro español se divide entre los que quieren pasar el rato y los que quieren pasar a la historia (del teatro). El gran público busca su ratito de evasión y de vez en cuando se da el gusto de ser un poco más listo que el vecino yendo a ver un Shakespeare o un Lope de Vega, “bien hechos”, sin excesivas moderneces. Y el público endogámico (consumidor de su propio producto) busca la inspiración en la llamada creación contemporánea, donde cada vez cobra más protagonismo la figura del creador integral, desdibujándose las fronteras entre dirección, dramaturgia, interpretación o plástica escénica. De todas formas, al final prevalece el nombre por encima del trabajo, el autor por encima del colectivo, otro signo de los tiempos. La transgresión, el riesgo, la sorpresa, no es habitual, cuesta extraer los diamantes, porque las condiciones materiales no dan mucho espacio a la innovación y la poca que surge, surge ya muy codificada, a la manera de los artistas de otros países que pudieron innovar antes y mejor.

Las tendencias actuales, formal y temáticamente, van por la autoficción y por el teatro político, social y documental, para empezar. Ya sabemos que la identidad es la nueva religión contemporánea y la emprendeduría neoliberal ha llegado a las artes también. ¿Lo confesional es síntoma de falta de imaginación o de falta de medios para armar producciones ambiciosas? ¿Lo memorial es síntoma de una crisis de la ficción o respuesta a los tiempos de la posverdad? El teatro tampoco escapa a la guerra cultural que vive España actualmente. Pero sigamos con las tendencias. Autorreferencialidad y ombliguismo (teatro que habla de teatro para teatreros). Fragmentariedad, dramaturgias abruptas o abismadas. Efecto frankenstein con ínfulas de collage. La plástica te eleva al Olimpo de los creadores, no dejes de hacer un teatro visualmente potente, con mucho audiovisual. Imperio de la imagen. Y el trato con el patrimonio nacional, tantas veces arqueológico, no arriesga tanto, porque la tradición se mantiene, se cuida, pero no se dinamita (y venga a envidiar a los ingleses por sus ‘shakespeares’). Por eso muchos creadores sufren el síndrome “quiero ser un clásico ya”, sea un clásico lo que sea para cada cual. Tenemos un underground también, sí, un contenedor de cosas a medio hacer (importa el proceso, no el resultado) y estéticas de andar por casa, a veces literalmente. Mucho texto proyectado, muchos extrañamientos forzados, mucha amplificación sonora y experimentos con los ruidos, mucho movimiento roto (we love Pina Bausch) y temas de género y, otra vez, identitarios. Afortunadamente, el teatro en España es probablemente uno de los medios de expresión artística más libres y comprometidos a la hora de abordar cuestiones que tienen que ver con el feminismo, con la masculinidad, con lo LGTBIQ+ y con la racialización (aunque sigue habiendo mucho teatro rancio). Quizás su poca incidencia social tiene como contrapartida positiva esta libertad temática que otros medios como el cine o la televisión no pueden permitirse.

De todas formas, suceden cosas muy interesantes en lo convencional y hay todo un movimiento que demuestra una inquietud por hacer progresar un lenguaje, el escénico, tan antiguo y con tanta posibilidad siempre de regenerarse. Eso sí, este movimiento no se quita de encima el sambenito de lo alternativo. Y el público, en general, no ha evolucionado al ritmo de lo alternativo, y lo alternativo ha tenido que adaptarse al público, incorporando algunos clichés que fueron vanguardia. Si la lejanía del teatro, o la desconexión (o el destierro) con un sistema de consumo masivo ha propiciado una mayor posibilidad de trabajar en libertad, de experimentar formalmente, no parece que los resultados trasciendan y es la literatura dramática la que sigue siendo hegemónica a la hora de establecer un canon. Las condiciones económicas, políticas, sociales generan una pregunta: ¿hacemos el teatro que queremos o el que podemos? ¿O el que queremos con lo que tenemos? ¿A dónde va todo ese ingente esfuerzo? Porque este sistema presentista y cortoplacista confiere un carácter efímero a todo que aboca a la repetición ignorante del pasado, a la reafirmación de lugares comunes como novedad. Parece que hay un interés renovado en los sectores más jóvenes por hacer teatro e ir al teatro, y la vitalidad del teatro para niños y niñas y para jóvenes, asegura un público para hoy y para mañana. ¿Aumentará de una vez ese 30% de población que va al menos una vez al año al teatro o seguiremos en esta espiral posmoderna, en esta carrera circular absurda que supone empezar de nuevo cada poco tiempo, sin memoria, sin archivo, sin avance, sin respeto verdadero por el gran talento que tiene, indiscutiblemente, la escena española? No sé, yo follo una vuelta más y me voy*


* Hay un chiste en España que cuenta cómo un grupo de gatos invita a un cachorro a ir con ellos una noche a follar. El cachorro no sabe lo que es follar, pero se apunta. Cuando llegan a una plaza, un perro sale detrás de ellos y comienza a perseguir a los gatos en círculos girando en torno a una fuente que hay en el centro de la plaza. Cuando llevan unas cuantas vueltas a la fuente, el cachorro dice: “yo follo una vuelta más y me voy”.

 

Portada del Especial España publicado en octubre de 2022 por Theater der Zeit

Portada del Especial España publicado en octubre de 2022 por Theater der Zeit