Crónica: Extremoduro en Las Ventas

Publicada en Time Out Madrid el 17 de septiembre de 2014

Extremoduro o el éxtasis intergeneracional

Robe Iniesta y los suyos llenan dos noches seguidas Las Ventas con un recital vibrante de casi tres horas y media

Cuando hace 25 años uno iba a un concierto de Extremoduro, en alguna de esas plazas de toros de tercera, en patios de colegios ganados para las verbenas populares de agosto, en polideportivos de paredes granate o en frontones desconchados… uno nunca sabía si el concierto llegaría a su fin. Robe era imprevisible. Y aquello azotaba la admiración por esa especie de cara b del Mesías que ha sido siempre el de Plasencia. Jesucristo García. Un título mítico. Un nombre y un apellido que lo dicen todo. “Los mercaderes ocuparon su templo y le aplicaron ley antiterrorista”. Era un transgresor de pueblo en las antípodas de un Kurt Cobain, pero ídolo a pesar de no tener nunca el foco mediático encima. Ídolo de una cultura de calle, de intercambio de casettes, de copiarse hasta la náusea sus letras para presumir. Un día vas y fichas una frase que no es suya, sino de Antonio Machado, o de Miguel Hernández. Y lejos de indignarte por ese arranque de intertextualidad (o directamente plagio) le admiras más, sin saber muy bien por qué. Eso que canta ese tipo tan flaco es lo mismo que te hacen aprenderte en el instituto. Y como por arte de magia, alcanza una legitimidad poética y una suerte de halo místico atizado por el humo denso de la marihuana.

Extremoduro se agarra al corazón de todo aquel que ha cruzado el umbral de sus canciones y las ha habitado. Por eso las dos noches de Las Ventas han concitado una mezcla tan variopinta de gentes y edades con un mismo nivel de entrega. La gira y el disco se llaman Para todos los públicos por algo. Eso sí, la transgresión ya no está donde estuvo, en el caos. Ahora la transgresión está en el orden. El recital comienza a las 21.30 en punto, como pone en la entrada. Todo está en su sitio. Todo suena bien. Y hasta se plantean dividir al público en una zona tranquila y una zona marchosa, sabiendo que el de 20 puede no acabar bien con el de 40 (o 50). Pero la comunión es total ahí abajo y aparecen estampas como esa madre y ese hijo cantándose So payaso cara a cara. Es entrañable… y raro (un hijo diciéndole a una madre eso de “quiero ser tu perro fiel” y tal…).

Pero ojo, ahí arriba está sucediendo algo absolutamente increíble. Arriba hay ruido, hay guitarras, hay rock and roll, hay rabia y hay mensajes cargados de futuro. Dicen los voceros oficiales que el acontecimiento musical del fin de semana en Madrid ha sido el Festival Dcode. Bueno, puede ser… pero 34.000 almas llenando la monumental dos noches seguidas para ver a un solo grupo (español) que gasta esa pulcra punkitud y que se marca casi 3 horas y media de concierto… no sé si es un acontecimiento, pero es el mejor regalo que puede hacerle una banda a sus incondicionales.

El show arranca con su punto efectista de gran recital rockero. Un contenedor desciende desde la parte alta de los hierros hasta posarse sobre el escenario. Cuando se vuelve a elevar, aparecen los músicos, Robe en el centro, aplicándose ya con los acordes de la primera canción, la instrumental Extraterrestre, que pronto se diluye en el primer clásico de la noche: Sol de invierno. “Por el día voy ciego de lado a lado, por la noche casi todas de movida”. Como es bien sabido, la droga entra en España, en gran medida, a través de los puertos marítimos, camuflada en contenedores. Y todo el escenario está revestido de eso, de contenedores. “Devuelve al container lo que es del container”, que diría Albert Pla. Las composiciones de Robe se han alimentado, desde siempre, de palabras y drogas, de las más fuertes en ambos casos. No lo digo yo, lo advierte él antes de alguna canción. Esta es la mercancía que nos traen mientras buscamos una luna. Lírica salvaje. Ternura, a ratos áspera como la lengua por la que acaba de pasar un grito.

El concierto avanza con permiso para acelerar y desacelerar sin previo aviso. Se toman su tiempo entre canción y canción. Caen algunos versos con esa cadencia que “te transporta mecido hasta el siguiente”. El setlist tiene más de contemporáneo que de clásico en la primera parte. El último disco está bien representado, pero antes del descanso hay tiempo para el éxtasis de La ley innata (disco conceptual de 2008 que atesora el poder de la catarsis, del que se tocan casi la mitad). La segunda parte está pensada para que exploten las gargantas y los corazones coreando y sintiendo títulos como Prometeo, Jesucristo García, So payaso y, sobre todo, cuando la masa ruge a una, con Salir y Puta. La energía está arriba del todo y sólo cabe desbordarla con otro homenaje canalla a Extremadura. ¡Qué borde era mi valle! (del Jerte, se entiende). Licor amargo de cerezas que luego se endulza con los primeros acordes, archiconocidos, de Ama, ama, ama y ensancha el alma. Lo demás son éxitos. Esto es un himno. Y un mantra. Y un salvavidas.

Y el amor, como “se fue volando por el balcón”, sólo puede dejar paso a El camino de las utopías, tema del último trabajo de la banda en la que se reafirman sin dios, ni patria, ni ley, y pidiendo “libertad para los pigmeos”. Un Robe satisfecho y más agradecido que Rosendo cantando Agradecido, se despide a cuerpo, sin guitarra, mano en alto, caminando despacio de punta a punta del escenario. Desaparece. Ya sólo queda la ración de Uoho para cerrar el concierto con una excesiva sesión guitarrera al ritmo de Rockin’All over the world. No hacía falta. Extremoduro no es un grupo que se conozca ni vaya a pasar a la historia por su virtuosismo musical. Su virtud está en otro sitio. En esas canciones que todos cantamos con una sonrisa enraizada en el yo más profundo. Una de esas canciones debería haber puesto el punto y final. Pero no fue así. Nos faltaron muchas: DeltoyaPepe BotikaTu corazónLas bulerías de la sangre calienteSucedeA fuego… Tendremos que rebuscar en el container, a ver dónde coño las ha metido ese jodido poeta famélico. ¿Dónde mierda están mis canciones? ¿Dónde hostias están mis amigos?