El arte no es un espejo para reflejar el mundo sino un martillo para golpearlo

Sobre Arde brillante en los bosques de la noche, montaje de Mariano Pensotti y el Grupo Marea. Mayo de 2019

En 1902, Lenin se preguntó ¿Qué hacer? Le puso ese título a un tratado político en el que reflexionaba sobre qué hacer para organizar a los obreros frente a la represión zarista en un partido revolucionario. La colectividad frente al poder, la lucha contra las injusticias sociales, el sueño de una distribución equitativa de la riqueza de un país. Años después, aquel ideario soportó conceptualmente la Revolución de Octubre, que desembocaría en la creación de la URSS. Pero los nobles acentos de aquella utopía se tiñeron rápido de terror.

En 2017 se ha conmemorado el centenario de la Revolución Rusa, cuya base ideológica primera estuvo siempre muy presente en la izquierda argentina. La celebración ha servido también para volver a poner el foco sobre las ideas que la sustentaron y su vigencia. También para revisar lo que aportó el movimiento artístico ruso que afloró con el triunfo de la Revolución, aquella vanguardia que igualmente se toparía con la represión estalinista y la imposición del realismo socialista como único modo de contar la Historia a través del Arte.

Como dice el filósofo y teórico de las artes José Jiménez, “la Revolución fue vivida por los artistas rusos como un acontecimiento que abría una vía de convergencia de la vida y el arte”. Si la nueva psicología profundizaba en las habitaciones oscuras de la mente (lo que asumieron con genialidad Ibsen y Chéjov), el nuevo arte se detenía, también, en los contornos del cuerpo. Política y arte se mezclan en una nueva concepción del cuerpo como elemento capaz de ser influenciado, intervenido y hasta manipulado, sobre todo el cuerpo de la mujer.

La activista y escritora Alexandra Kollontai (San Petersburgo 1872 – Moscú 1952) fue nombrada comisaria del pueblo para la asistencia pública tras el triunfo de la Revolución en 1917 y ahí comenzó su labor por conseguir derechos y libertades para las mujeres, luchar contra la subordinación del varón, por el derecho al voto y, ya entonces, frente a la brecha salarial y a favor de la liberación sexual, el divorcio y el aborto. Una revolución dentro de la revolución. 100 años después, hemos vivido la primera huelga feminista global con algunos de esos asuntos en la base de las reivindicaciones.

Mariano Pensotti llegó a Kollontai pensando sobre lo que provocó y supuso la Revolución Rusa. Profundizar en su obra le ha ayudado a contar la historia de tres mujeres de hoy en cuyas vidas resuenan ecos artísticos y políticos de aquel acontecimiento clave para el devenir del siglo XX. Hoy, como entonces, podemos preguntarnos qué hacer: “¿qué hacer –se pregunta el propio Pensotti- frente a las terribles injusticias actuales? ¿Qué hacer frente a la cuestión de género cuando el capitalismo ejerce un control abusivo sobre el cuerpo de la mujer y sobre la identidad femenina? ¿Qué hacer, incluso, cuando pensamos que la Revolución Rusa o Lenin no tienen influencia alguna en nuestra vida cotidiana y, al escarbar, vemos que muchos conflictos políticos y estéticos apuntados entonces siguen siendo relevantes en nuestro día a día?”

Arde brillante en los bosques de la noche tiene este punto de partida. Pregunta: ¿Qué hacer? Respuesta: Una obra que en fondo y forma se acerca a aquellos presupuestos revolucionarios. Lo que ha hecho Pensotti es una pieza que encierra tres piezas a través de un mecanismo de muñecas rusas –nunca mejor dicho-, de ficciones que albergan otras ficciones. Son tres ficciones en una que se modifican las unas a las otras. Tres historias protagonizadas por tres mujeres a las que la realidad sitúa frente a la posibilidad del cambio. Lo que preconizaban los vanguardistas rusos sigue más vigente que nunca: ¿espectadores o protagonistas de la Historia? ¿Sujeto pasivo y observador involuntario o pasamos a la acción?

La primera de las historias se cuenta utilizando un recurso escénico muy concreto: las marionetas. Los actores manejan cada uno un títere que es una réplica exacta de sí mismos. La protagonista es Estela, una profesora universitaria que enseña la Revolución Rusa en la Buenos Aires actual. Está sumida en una profunda crisis de identidad, ya que siente que su vida es mucho más burguesa y convencional de lo que refleja aquello que enseña. Para colmo, su marido la abandonado para irse con una mujer más joven y la relación con su hija adolescente no pasa por su mejor momento. Cuando más se tensa el conflicto, unos amigos la invitan a salir y la llevan al teatro.

Empieza entonces la segunda historia. Los títeres se sientan a ver la obra protagonizada por los actores que los manejaban. En este caso, una joven europea llamada Sonja es el personaje principal. Hace 10 años se unió a la lucha revolucionaria de una guerrilla latinoamericana y ahora está de vuelta en su casa. En esa década, su ciudad y su familia han cambiado tanto que no es capaz de adaptarse y entra en crisis. Y cuando peor está, un amigo la invita a ver una película. Es entonces cuando los actores se sientan frente a la pantalla y vemos un filme que ejecutan ellos mismos en un tercer código narrativo: el cinematográfico.

Conocemos aquí la historia de Claudia, una periodista de televisión, experta en temas políticos, que ha sido ascendida inesperadamente. Lo celebra saliendo de viaje con unas amigas hacia Misiones, un lugar en el que pobres descendientes de rusos emigrados después de la Revolución Soviética se prostituyen ofreciendo sus servicios a mujeres de clase media. Lo que le pasa a Claudia, transforma a Sonja. Lo que le ocurre a Sonja, transforma a Estela. Vidas sublimadas por el arte que ejercen una influencia definitiva en otras vidas. Teatro de títeres, teatro de actores y cine como terrenos que pueden contaminarse en un mismo montaje, sin menoscabo de la organicidad total del espectáculo.