Lo raro es más cierto. Prólogo a Las princesas del Pacífico

“El clown es un idiota maravilloso,
tan grande como Falstaff, tan humana como Rebelais,
divertido como Cervantes, bromista como Raymond Queneau,
revolucionario como Jacques Prévert,
irreverente como Boris Vian,
hilarante y jocoso como él mismo.”
Philippe Gaulier

Las princesas portada

Las princesas del Pacífico es una obra que llega a los escenarios en 2015, aunque empezó a fraguarse diez años antes. Es una obra, por tanto, concebida al calor del último gran cambio socio-económico de nuestro país.

No tengo intención de escudriñar en este prólogo las bondades del montaje que tanta gente ha podido disfrutar en varias salas de Madrid y muchos teatros de España, porque se trata aquí de glosar uno de sus ingredientes: el texto, quizás la única huella que escape al imperativo efímero del teatro.

Pienso más en futuros lectores y estudiosos del teatro que se acerquen a esta edición y encuentren la historia de dos mujeres enfrentadas a su sociedad y a su tiempo, dos mujeres de Dos Hermanas, provincia de Sevilla, que hablan con su idiolecto particular, dos mujeres sorprendidas por la fortuna (que les regala un crucero), arrancadas por la suerte de su entorno conocido y lanzadas al mundo exterior como piezas de carne a un banco de tiburones. Dos mujeres dibujadas por sus autoras como seres exagerados, grotescos, contrahechos, que, sin embargo, son más reales que muchos de los personajes realistas de las mil ficciones que nos circunvalan.

Toda obra artística es fruto de su espacio y su tiempo, y el teatro, por su condición de espejo que nos devuelve reflejos de la cultura en la que tiene lugar como ritual social, todavía más. Por eso, contextualizar una determinada creación teatral nos enseña tanto, tanto de sus mecanismos dramatúrgicos y tanto de su razón de ser, tanto del lugar en el que aflora y tanto del tiempo que la ve desarrollarse.

En 2015, año del estreno de Las princesas, según la Asociación Internacional de Líneas de Cruceros (CLIA), 23 millones de personas fueron pasajeros en algún crucero turístico. Los cruceros se han convertido en un destino turístico en sí mismo si comparamos esa cifra con el número total de turistas que recibieron en ese año, por ejemplo, Italia (48 millones) o Turquía (40 millones).

El crucero es la caverna, la de Platón y la de Saramago. Es el complejo aislado en el que vivir, comprar, consumir, divertirse, amarse y pelearse… viajar para ver cosas… tener la ilusión de que el barco te lleva de visita por países importantes que escapan a tu cotidianidad, devaluando lo propio y ensalzando lo ajeno inalcanzable.

El turismo de crucero es paradigma de la globalización, es la manifestación más clara del turismo que democratiza la satisfacción del deseo (el deseo que nace de una necesidad impuesta por los mecanismos publicitarios). De ser una cosa de ricos, sinónimo de lujo inalcanzable, desde los primeros 80 del pasado siglo, al tiempo que el capitalismo desindustrializa los países del primer mundo, el crucero pasa a ser un lujo al alcance de las clases medias, después de hegemonizar éstas y demonizar las clases obreras, las clases bajas, los pobres, los que no pueden. Si uno puede ir de crucero, puede sentirse ciudadano realizado. Es un signo de que la vida va bien.

Agustina y Lidia, tía y sobrina, nuestras princesas, nuestras cenicientas, no son clase media. No tienen para pagar el gas. No tienen para comprar ropa nueva. Todo su conocimiento del mundo entra por la televisión y a Lidia le llega, además, tamizado por la dinámica represiva de su tía. Agustina y Lidia son pobres. Y son mujeres que viven solas. En un pueblo. Estigma multiplicado que las convierte en bichos raros.

Para este tipo de personas, el crucero sigue siendo un lujo inalcanzable al que solo se puede optar por un golpe de suerte, porque te toca en una lotería, como es el caso. Una especie de perversión, de cara oculta, del relato estilo Qué bello es vivir.

Monstruo bicéfalo recluido, seres cocidos en su propia receta de envidia, bilis e inocencia, la fortuna (o lo que ellas entienden como tal, y que no pasa de ser la consecuencia, una más, de las dinámicas comerciales de las grandes operadoras que aprovechan la libertad de movimiento, la impunidad fiscal y el oscurantismo financiero del sistema al que contribuyen) les da acceso a ser princesas por unos días.

A bordo del crucero, esa modalidad turística que concentra en su dimensión de espacio autónomo flotante el transporte, el alojamiento y el entretenimiento, uno vive el sueño de lo inalcanzable. El todo en uno definitivo. La auténtica experiencia de la felicidad total.

Pero en la sociedad que privilegia las clases medias, el individualismo extremo, el hacerse a uno mismo a caballo de la superación personal y la conformación de la familia modélica (sea del tipo que sea), el pobre es un salvaje. Y esa condición sirve tanto a la comedia como a la tragedia. Del salvaje uno se puede reír, pero la prepotencia de las clases medias fabrica seres confiados e incrédulos, y bajan –bajamos- la guardia. Entonces llega la tragedia. Porque el salvaje no tiene que guardar las formas y aplica la ley de la selva sin miramientos. Claro que, de algún modo, al menos en esta obra, la justicia capitalista se termina poniendo por encima de la justicia poética. O puede que no…

El humor es una tabla de salvación, como dice el tópico. También lo es la violencia poética, que emana, como escribe Angélica Liddell, de una lucidez atroz. Ojo, asomo de spoiler. Dos mujeres despreciadas, burladas, repudiadas y ultrajadas, en una obra teatral, pueden permitirse el lujo de tomarse la justicia por su mano, porque de otro modo no la obtendrán. Y cuando a la vuelta del crucero se encuentren su puerta precintada con cinta de la policía local, se darán el gustazo de pegarle una patada y reubicarse en su casa, en su mundo de titulares espeluznantes, porque ya han sufrido el mayor de los desahucios, el que las ha sacado de su propia condición de mujeres dignas y las ha convertido en personas extrañas, esperpénticas, monstruosas.

Al final de su tiempo teatral, tiempo irreal que se rige por sus propias leyes, la obra escupe su catarsis y el espectador –en este caso el lector- ha ido entendiendo que forma parte de la tragicomedia, que esos monstruos no le son tan ajenos o desconocidos, que esas mismas leyes del mercado le atenazan disfrazadas de libertad. Y ahí es cuando uno se pregunta: ¿soy más libre yo o esas dos mujeres que, en realidad, viven fuera del sistema?