Marta Pazos, demiurga escénica

Los pazos son esas casas típicas gallegas. Señoriales. Solariegas. La Pazos es una persona-hogar, noble como la belleza noble, de la primera sonrisa hasta la última. Su mirada es abrazo y su estatura alteza. Con ella, las distancias siempre son cortas y placenteras. Así es que rompe el molde del artista altivo y distante. Ella es creadora de sumas y pulidora de amalgamas. Se alimenta de sus semejantes, a quienes nunca hurta un ápice de autenticidad.

Marta Pazos, si nació algo, nació artista. Y gallega. Cada mota de vida le sirve y cada instante inerte late en su mente, luego en su libreta, luego en escena. Hizo lo que se debía –niña buena, que lo es dentro de una gran mujer- y estudió Bellas Artes, porque pintaba mucho de siempre. Pintó ofelias de nácar, ojos carnívoros, gemidos y pesadillas, volúmenes sobre fondo unánime, preludio de sus cuadros para el teatro. De Galicia para el mundo, pasando por la Barcelona post-olímpica.

“Me pongo de mal humor cuando me aburro”, le dijo a un periodista. Pero con ella el humor siempre es bueno y el aburrimiento una entelequia nada aristotélica. Nada es aristotélico en el teatro de Voadora, su compañía de tres cabezas creada en 2007, donde el que produce actúa, el que actúa canta y la que canta dirige. O todo lo contrario. Mosqueteros de la creación, una para todos y todos para una. El amor en todas las direcciones y en todos los sentidos. Los colores y los sonidos. Siempre las ganas de bailar, al hacer su teatro y al disfrutarlo en una butaca.

Los ojos que le adornan la carcajada componen el espacio para que suceda el milagro, milagro meditado, amasado, destilado, fermentado, cercenado. El error en sus procesos creativos es una espora de la que brota otra oportunidad. Como Beckett, la Pazos cada vez fracasa mejor. Tanto que de Mamã Lusitânia a Garaje van casi una veintena de obras, inventos inventariados en un fluir continuo que cada vez baña mejor. Ahora un nuevo salto de agua le espera: la ópera, destino felizmente forzoso de una creadora total.

Trabaja con un pie en Santiago de Compostela y otro en Portugal y respira el anhelo universal de un pulpo (a feira, claro) que lleva sus tentáculos hoy a Madrid y mañana a Brasil, pasado a Francia y al otro a Almagro. Determinada a hacer de la felicidad su infranqueable riqueza, pasea sus obras por los teatros y festivales con la certeza de que nada es imposible. No es ingenuidad new age. Es una ética sólida que convive con una estética que se permite la irreverencia. Dos báculos, uno sobre otro, que sostienen un planeta orbitado de ilusión.

Siempre hay lindes que conquistar, límites que de pronto desaparecen como un espejismo, porque una nueva frontera se cruza en el camino en forma de inquietud, de cuestión a investigar. No hay objetivos pusilánimes, si vamos a por Shakespeare, vamos a por Shakespeare, pero sin arqueologías ni distopías absurdas. Se atreve tanto con Don Juan como con Cicciolina, con Dante y con las trabajadoras de la Citröen. Siempre hay algo que decir cuando encuentras algo que contar.

Marta Pazos es metro sesenta de arcoíris que pisa como un tótem. Si ves sus montajes, te dejan una impronta en cuerpo y alma. Pero si además la conoces, te deja en herencia un mapa de tesoro de cuento de piratas, iridiscente, una luz blanca de optimismo contagioso. Pazos lo da todo, en su vida y en su teatro. Pero lejos de vaciarse, esa entrega y su respuesta, la recargan constantemente. Mujer-hogar, gallega soleada, imaginativa y enamorada del señor de la barba. Madre y creadora, valga la redundancia.

 

24 de junio de 2018