Crítica: Donde hay agravios no hay celos

Publicada en Revista Godot en octubre de 2014

 

He de reconocer que hacía mucho tiempo que no me divertía tanto con un clásico. Y digo divertirme en el sentido más lúdico. Me puedo divertir viendo un Hamlet, viendo La vida es sueño o viendo Edipo Rey, pero no de la misma manera en la que me divertí viendo Donde hay agravios no hay celos, un montaje muy bien pespunteado de principio a fin, que te lleva de la risa al asombro, que sabe enganchar al espectador e involucrarlo en el portentoso enredo ideado por el autor, Francisco de Rojas Zorrilla. Y he de reconocer que es de lo mejor que he visto últimamente con la firma de Helena Pimenta, que propone una puesta en escena hacia fuera, expansiva y generosa, a favor absolutamente del espectáculo y del espectador. Y todo eso sin dejar de ser un clásico, sin entrar en lenguajes y métodos posmodernos; un fantástico ejemplo de teatro barroco español, nada más y nada menos. Es una gran comedia sobre el papel y así la ha entendido todo el equipo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que desde la iluminación hasta la música, desde la interpretación hasta la escenografía, está al servicio de eso, de la comedia.

La obra nos presenta una galería de personajes nada planos, que es lo que nos encontramos muchas veces en las comedias, tipos al servicio de una idea sin trasfondo humano. Aquí no, aquí hay un puñado de seres humanos luchando por las segundas oportunidades, conflictuados pero dispuestos a progresar, pese a que los lances los presenten a priori como vengativos o recelosos. Y encima es una historia que nos permite hacer un traslado al presente. Dice Pimenta en el programa de mano: “la risa es nuestra aliada en este viaje por un Madrid decadente, heredero de una época de exaltación, donde un sentido del honor exacerbado impide que germinen la razón y los sentimientos. La maestría teatral de Rojas Zorrilla, su gran habilidad para crear comedia nos conduce, como en un encantamiento, al lugar donde habitan el amor y el perdón, al lugar donde pudiera renacer la inocencia”. Yo no tengo problemas para acomodar estas frases en el Madrid de hoy, tan decadente o más. Ni tengo recelo alguno en decir que, como sucede en esta obra, son las personas, no las instituciones, las que posibilitan el avance.

En esta galería de personas/personajes que nos regala Rojas Zorrilla sobresale la terna femenina. Ese protagonismo y ese relieve humano tan avanzado para un tiempo ya tan lejano (hablamos de una obra de hace 4 siglos), está en el texto y está en el escenario, porque las actrices, las tres, sirven a tres mujeres decididas a no bañarse más en las aguas del poder de decisión masculino. Clara Sanchis, que ha optado por un mayor histrionismo (al principio choca, pero se lo compramos enseguida) para ser la Doña Inés que ha de casarse con el Don Juan. Y ahí está la maestría del autor y el principio del gran embrollo. Sólo conoce un retrato de Don Juan, pero el que ella cree Don Juan no es el verdadero Don Juan. No contaré más. El caso es que no está dispuesta a pasar por el aro y se rebela contra ese destino. Igual que Doña Ana (Natalia Millán, más comedida, termina por encantarnos con su trabajo… sobre todo cuando canta, claro), que se niega a ser un trapo de usar y tirar en manos de un hombre que ni come ni deja comer, como el perro aquel. Y, finalmente, la criada Beatriz, pequeña maestra en argucias y tejemanejes, abriéndose paso en un mundo que ignora a las de su clase. Deliciosa, como siempre, Marta Poveda, que tiene un monólogo (o diálogo con la almohada) para no olvidar.

La parte masculina del elenco también lo hace muy bien, correcto, aunque todo es más lineal. Salvo en el caso de David Lorente, gracioso en estado de gracia, si se me permite la redundancia. Él es el puente con el espectador, el que se mete al público en el bolsillo, el que arranca las mayores carcajadas, el payaso en el mejor sentido y más digno del término. Es muy grande Lorente. Y su personaje es un espejismo de metateatro que quizás, y esto es lo que menos me gusta, esconde una amarga constatación clasista: el de abajo nunca puede ser y estar arriba, el criado nunca puede ser el amo, porque le falta nobleza, nunca puede gozar del privilegio del poderoso. Bueno, quizás es un sistema de castas que ya no existe en nuestros días… ¿porque no existe, verdad?