Crítica: El señor Ye ama los dragones

Publicada en Time Out Madrid el 27 de marzo de 2015

Espectáculo de poco más de una hora de duración, con ingredientes de primera calidad, con dos grandes actrices protagonistas, con otro buen texto de Paco Bezerra, con una escenografía y un vestuario exquisitos, llenos de simbología, con su aire de comedia de costumbres, su rato desternillante, su momento para el misterio y su lugar para la tragedia destilada del clásico griego. Un buen montaje, en definitiva, que no pasaría de ser uno más entre tantos si no fuera por toda la significación que late en la historia que cuenta. Esa significación se sintetiza en una niebla que todo lo confunde, que todo lo trastoca, que le da la vuelta al mundo y pone arriba lo que estaba abajo y viceversa.

Durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín, cuando todos los ojos del mundo estaban puestos sobre la capital china, vimos cómo las autoridades del país se preocupaban por la densa niebla que cubría la ciudad, algo así como la típica boina de contaminación que tiene Madrid casi siempre encima, pero a lo bestia. Tal fue el fenómeno (que quizás es habitual, pero que en aquel momento adquirió notoriedad planetaria), que los pekineses a veces no sabían cuando era de día o de noche y se instalaron unas pantallas gigantes donde se emitía la salida del sol. El gigante asiático está lleno de peculiaridades, no deja de parecernos exótico, raro, ajeno, tan distinto que a veces nos llena de miedo por no conocer sus verdaderas características. Decimos que los chinos, que ya son parte de nuestro paisaje humano rutinario, no se mezclan con nosotros, que van a lo suyo, que nos venden lo que necesitamos pero no se interesan por integrarse en esta cultura nuestra que los acoge. Y quizás somos nosotros los que ponemos las barreras.

Esto es sólo una reflexión mía al hilo del protagonismo que adquiere ese misterioso fenómeno climático que sirve de telón de fondo para la historia de Magdalena, Amparo, la Señora Wang y la joven Xiaomei. Las cuatro viven en un mismo edificio. La primera, interpretada por Gloria Muñoz, vive en el ático. Lleva unos días viendo, al entrar en el portal, una extraña figura humana cubierta con una manta que se pierde escaleras abajo, hacia el sótano, en el que viven las chinas, madre e hija. En medio de los dos extremos, en el quinto, vive Amparo (una Lola Casamayor puntualmente exacerbada), esa mujer peleada consigo misma y con el mundo, que no sabe quererse, que casi es la más normal por ser la que está en la mitad de la tabla, donde nos movemos la mayoría, aprendiendo a manejar el desquicie y la ternura. Clase alta, clase media, clase baja. Es una posible clasificación. Infierno, purgatorio y paraíso es otra, la que ofrece la función precisamente. Siguiendo a esa extraña figura humana, Magdalena baja hasta el sótano, como si de la cara B de Alicia en el país de las maravillas se tratara. Su vida va a cambiar para siempre, aunque ella cree que lo tiene todo bajo control, incluso cuando al llamar a la puerta de las chinas -con las que no se ha relacionado en los 18 años que llevan “conviviendo” en el mismo edificio-, y cada frase que intercambia con Xiaomei le dinamita un pilar de su estructura mental. Es entonces cuando la joven china le habla del Señor Ye, protagonista de un proverbio chino sobre el miedo que da enfrentarse a la verdad.

La verdad, ese dragón que hemos de temer y adorar, de llorar y vencer, de asumir y acatar. La metamorfosis de Magdalena, en manos de Gloria Muñoz, es una sutil lección humana y un festival de matices interpretativos, desde su porte altivo inicial hasta un final del que no quiero hablar porque cualquier apreciación puede convertirse en spoiler. Lo que sí me apetece destacar, además del trabajo del resto de las actrices (Huichi Chiu y Chen Lu están correctas y divertidas) es todo el trabajo plástico en el escenario y visual sobre la gran pantalla que preside el mismo. Al entrar en la sala, todo tiene un tono ferroso que remite a los ocres de “In the mood for love”, la película de Wong Kar-wai. Se nota un trabajo fino y lleno de amor, detallista y preciso. Y, hablando de amor, aún hay otra referencia cinematográfica que quizás sólo veo yo, no sé, y ya no en la escenografía, sino en lo que sucede entre Xiaomei y la señora Wang, algo parecido a lo que sucede entre Roberto Benigni y su hijo en La vida es bella. Aquí es la hija la que construye una fantasía alrededor de la inocencia de una madre que no habla español y que, además, está perdiendo la memoria. Una fantasía que le hace ser feliz en medio del campo de concentración cotidiano que suponen la xenofobia y la intolerancia.

 

El señor Ye