Crítica: Invernadero

Publicada en Time Out Madrid el 2 de marzo de 2015

Harold Pinter es muy grande. Cuando ves una obra como Invernadero comprendes que le dieran el Nobel de Literatura. Y eso que es un autor que tiene la facultad de desaparecer, en el sentido de que sus textos no contienen grandes florituras literarias, fuegos de artificio lingüísticos o frases de las que te apuntas en el dorso de la mano para pasarlas luego en casa al cuaderno de citas. Sin embargo, todo lo de Pinter es pinteriano hasta la médula. Nadie como él propone una situación y la desarrolla así con unos personajes aparentemente normales. Y cuando termina la obra, como ocurre en Invernadero, te quedas un ratito absorto pensando en lo que acaba de suceder. El juego de muñecas rusas sucede a la sordina, mientras disfrutas la función tranquilamente, y al final comprendes que esa particularidad esconde una generalidad escalofriante.

El invernadero del título es un lugar que parece ser una institución de reposo para enfermos, una especie de sanatorio en el que los internos no tienen nombre, son números. A través de las escenas, claramente identificadas por un giro de decorado (literalmente), conocemos al personal directivo del sitio y a alguno de los que llaman personal subalterno. Es día de Navidad y el director es informado de dos hechos insólitos que trastocan absolutamente todo el normal funcionamiento del establecimiento: ha muerto un paciente y otra ha dado a luz. Una muerte y un nacimiento solapados. Terrible. Principio y fin de la vida que nadie sabe cómo manejar certeramente, aunque habrá quien sepa aprovechar la ocasión cual buitre apostado en una roca en espera de la carroña.

Toda la obra está atravesada por una fina mordacidad que se reparten a partes iguales los tres protagonistas: Gonzalo de Castro, como director de la institución, y Tristán Ulloa y Jorge Usón, como personas de su confianza (aunque esto de la confianza como viene se va, es totalmente interesada). De Castro y Usón se llevan de calle al público porque ponen la parte cómica, pero todos nos sentimos incómodamente inquietos con un Tristán Ulloa frío como un iceberg, con toda su parte sumergida incluida. Los tres hacen su papel rayando en la perfección, aunque Gonzalo de Castro a ratos está exagerado en su histeria exacerbada por la situación que él mismo dota de una gravedad incomprensible. Quizás todos están subrayando un poco su rol por orden del director y eso, a veces, los hace menos personas y más caricaturas de sí mismos. Pero insisto, los tres están fenomenal.

También están muy bien, en sus cortas apariciones, Javivi Gil Valle, Ricardo Moya y Carlos Martos. De Isabelle Stoffel no diré nada, porque creo que no es la actriz para este personaje. Yo no me la creo, pero es, como todo, una percepción personal. Por lo demás, el montaje es pulcro y ambicioso sin querer dejar la impronta en la dirección. Mario Gas ha optado por ponerse al servicio del texto y de los actores. Eso sí, la presencia de la escenografía (de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso) es notable, adquiere una gran visibilidad contribuyendo tanto a la funcionalidad que le requiere el montaje como a la sublimación metafórica que plantea una función ciertamente inquietante, donde las burocracias que nos manejan a diario dejan aflorar su intrínseca perversidad. El hombre, ya se sabe, es un lobo para el hombre. Sencillo.

 

Invernadero