Crítica: Una vida americana

Publicada en Time Out Madrid el 31 de enero de 2018
Vista en el Teatro Galileo
Autora: Lucía Carballal
Director: Víctor Sánchez
Intérpretes: Cristina Marcos, Esther Isla, Vicky Luengo y César Camino

Minnesota ya nunca volverá a ser lo mismo, al menos para los que vean esta obra y no tengan relación previa alguna con aquel rincón del medio oeste norteamericano. Minnesota es ya uno de esos lugares que la literatura, o en este caso el teatro, convierte en mito. Minnesota es el destino de un viaje interior, personal, familiar y nacional. Personal porque para cada uno de los cuatro protagonistas del viaje significará un punto de inflexión decisivo en sus vidas; familiar porque los cuatro conforman un núcleo que cuestiona los límites clásicos del concepto “familia”; nacional porque esa pequeña historia común hecha de todavía más pequeñas historias individuales se convierte de pronto en metáfora de un país que, todavía hoy, con más de 500 años de historia, está por definirse.

A Minnesota llegan Linda, su madre Paloma y su hermana pequeña Robin. Una familia española en busca del padre, un estadounidense que pasó fugazmente por la vida de Paloma en el movido Madrid de los ochenta, dejándole dos hijas que apenas saben nada de él. Pero para Linda es importante encontrarlo porque necesita dilucidar el origen que termine por dibujar su identidad. Aunque la identidad, todos los sabemos, es casi el sentido de la vida. Nos la pasamos intentando comprender qué somos donde somos y cuando somos. Todo esto conforma un pentagrama sobre el que suena una música que tiene diversas tonalidades, pero que al final deja un regusto de comedia triste, y eso que nos hemos reído y nos hemos tensado, hemos sufrido y hemos flipado.

La atmósfera espacial del montaje consigue trasladar esa idea de lugar remoto, con una bruma que lo envuelve todo de un halo muy del rollo David Lynch. La caravana que ha alquilado la familia Clarkson aparece elevada, no sabemos muy bien por qué, quizás porque contribuye a crear un ambiente más irreal. Casi toda la acción transcurre en el exterior, a cielo abierto, donde también los personajes están más expuestos y son, quizás, más vulnerables. Estructuralmente la obra es de lo más convencional, como trazada siguiendo las reglas de David Mamet, presentando personajes y conflictos en la primera parte, que es donde más nos vamos a reír, complicándolos luego y resolviéndolos con certeros giros de guión. Pero quedarse en este análisis es tan superficial como la propia estructura, que juega a esconder otras muchas capas de significado.

Y esas capas tienen mucho que ver con los personajes y lo que representa cada uno. Cristina Marcos, en uno de los mejores trabajos que yo le haya visto, es la madre de una familia de Tetuán que quiso ser vanguardia cuando España parecía dispararse hacia la modernidad. Pero España, como dice Robin (estupenda Vicky Luengo), seguirá eternamente buscando su identidad, su género, peleada consigo misma, mientras el mundo avanza. Y aunque siguen en Tetuán, Paloma y Robin están abiertas a pensarse de otra forma, la primera en relación de pareja con otra mujer y la segunda llevando con normalidad y orgullo su condición transgénero. A Linda (Esther Isla, fantástica en su desesperación y en su locura, en su fastidio y en su esperanza) los esquemas se le hunden en lodo y quiere como sea recuperar lo que fueron: una familia convencional.

Con César Camino, que interpreta al abnegado novio de Linda, Levi, conforman un cuarteto actoral formidable que, sin embargo, parecen perdidos en el espacio en algunas ocasiones, a juzgar por ciertos movimientos sin sentido. Me cuesta decir que puedan estar mal dirigidos, porque interpretativamente dan lo que tienen que dar, y porque conozco el trabajo de Víctor Sánchez y lo tengo por muy buen director, pero hay algo a veces deslavazado en la partitura de movimientos que seguro se solventa con el ajuste que da la repetición de la función día a día. Es un detalle ínfimo en un espectáculo muy interesante que nos deja un buen pellizco en el corazón y pone a su autora, Lucía Carballal, en un puesto de honor ya muy merecido en nuestro panorama dramatúrgico actual.