Crítica: Yo de mayor quiero ser Fermín Giménez

Publicada en Revista Godot el 11 de octubre de 2014

Gente cuya opinión siempre tengo en alta consideración me había dicho, con una insistencia solo comprensible por frikis del teatro, que no debía perderme este montaje. No hace mucho pasó brevemente por la sala Cuarta Pared e igualmente breve es su estancia en Kubik en este otoño de los mil estrenos teatrales. Así que tuve que ir. No tenía ni la más mínima idea sobre la compañía valenciana El pont flotant ni sobre quién se escondía tras ese nombre: Fermín Jiménez. Esta virginitud (sí, me acabo de inventar la palabra) está muy bien para el público, para la sorpresa y eso, pero no para el crítico. Asumo mi error. Ahora sé que esto no es una suerte de Zelig y que el tal Fermín existe y es un joven artista inclasificable (cómo deben ser los artistas) que parece que ha reconquistado la libertad… la libertad que un día tuvimos y no sabíamos que era tal… la libertad del niño libre.

Este artista libérrimo parece que tiene su residencia habitual en Valencia, a pesar de sus raíces navarras. Y parece, o eso es lo que creo entender, que unos amigos suyos que se dedican al teatro flipan tanto con su vida y con su obra que han decidido levantar una creación teatral a partir de la destilación de los conceptos que entran en juego en el trabajo de este artista. Trabajo en el que vida y obra tienen una línea de separación muy difusa. Igualmente difusa es la separación entre actor y personaje en la obra. Y aunque el montaje tiene un principio y un final, unas escenas y unas motivaciones, parece que se quiere comunicar una misma indefinición entre representación y realidad. Porque cuando accedemos a la sala, los actores están terminando de colocar el suelo de la escenografía, porque hay una pizarra con la secuencia de escenas ordenadas bajo un timming preciso. Y ahí está el tema, el único posible en casi todas las creaciones artísticas humanas: el tiempo.

De un texto que en muchas ocasiones parece improvisado, que incluye juegos y canciones y no pocos chascarrillos, que sirven dos actores que si no son amigos es que son grandes actores (no dudo lo uno ni lo otro), uno empieza a barruntar de qué va la cosa, de que están hablando sin aludirlo directamente: ¿qué es el tiempo libre? ¿Qué es el ocio? ¿Qué es perder el tiempo? ¿Qué son las vacaciones? ¿A qué tipo de esclavitud nos somete el tiempo? ¿O qué tipo de esclavitud nos autoimponemos por ser uno con la manada? ¿Está bien salirse de la norma en lo que a horarios se refiere? ¿Cómo define a cada persona la forma en la que se estructura su vida, sus horas, sus días, sus minutos, sus años? ¿Se puede vivir jugando, sin pensar en el minuto que vendrá después? Crecer y tomar consciencia del tiempo, de que avanza y se acaba, es la mayor de las castraciones, que diría un freudiano acérrimo. ¿Qué se puede hacer? Quizás recuperar un poco esa mirada ingenua, pero desde la madurez y convertir la vida en juego al margen de las convenciones establecidas por la rutina. Eso, en este mundo, es un acto poético. Y a ese acto poético que algunos, sean artistas o no, son capaces de conquistar, está dedicado este montaje. Creo.

Lo que pasa es que también hay una línea de separación muy difusa entre la madurez y lo que algunos estudiosos del comportamiento humano han dado en llamar “madurescencia”, un estado –que yo no me atrevería a calificar como patológico- en el que la toma de responsabilidades de un ser adulto se ve mermada por el deseo irrefrenable de seguir viviendo sin asumir dichas responsabilidades. Quizás el arte sea incompatible con la madurez, al menos con esa madurez canónica que vete a saber quién ha definido como válida. Los actores de esta obra plantean en escena un ambiente de trabajo lúdico, una especie de oficina en la que han cambiado las sillas de ruedas por hamacas de playa y los trajes y corbatas por bermudas y chanclas. Hablan de lo que suponía ir a trabajar para sus padres y de cómo ellos trabajaban con ilusión para sacar adelante a sus familias. Ellos, en cambio, ahora son padres (uno de ellos al menos) y lo viven de una forma muy muy distinta. ¿Es lícito?

Lo bueno de este montaje es que, una vez que te sacas de encima la sensación de que sólo has visto una gamberrada graciosa (como pueden ser algunas de las obras de Fermín Jiménez), empiezas a rumiar una serie de cuestiones que tienen que ver con la organización de tu tiempo, que es al fin y al cabo la organización de tu vida. Y la conclusión, interesante pero nada novedosa (todo hay que decirlo), es que somos absolutamente responsables de lo que hacemos y cómo lo hacemos. Cómo vivamos y cómo nos organicemos nuestros minutos, horas, días, años… es sólo cosa nuestra. Y nos debe importar poco lo que otros nos quieran imponer, bien desde el poder, bien desde el miedo. Con eso me quedo.

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