Crítica: La calma mágica

Publicada en Revista Godot el 27 de octubre de 2014

Estar en paz con uno mismo es jodido que te cagas. Es algo parecido a la felicidad, que ocurre a veces, como en destellos. Estar en paz con uno mismo es estar en paz con tu presente y eso pasa por estar en paz con tu pasado. Estar en paz con tu padre, por ejemplo, o con tu madre, debe proporcionar una calma mágica. Alfredo Sanzol, que camina con paso firme hacia la excelencia como autor y como director, dedica esta obra a su padre. El eslabón que cada uno es en la gran cadena humana, se cierra definitivamente en la doble circunstancia de perder al padre y tener un hijo. Ahora el testigo está en tus manos. Quizás ser adulto, como se dice en la obra, pasa por ser huérfano. Aspirar a esa tranquilidad vital, a vivir esa transición y su devenir con calma, debe ser el sentido de nuestra existencia. O uno de ellos. Sea como sea, el título de la función está muy bien puesto. Y la experiencia, como espectador, es ciertamente mágica.

El arranque no puede ser más prometedor. Oliver va a una entrevista de trabajo y la tipa que le hace la entrevista termina por concluir que ninguno de los dos quiere estar donde están. Así es que ella le ofrece probar unos hongos alucinógenos. Empieza un viaje, viaje enteogénico, se entiende. Viaje de psilocybe donde llega un momento que, pese a los destellos de surrealismo, uno empieza a confundir con la realidad. Los límites entre lo que pasa y lo que es producto de la alucinación son tan difusos como los límites entre realidad y sueño en nuestros recuerdos. No es lo más importante, porque lo realmente importante es ese enfrentamiento con uno mismo, ese espejo en el que te ves deformado y que, a lo Valle-Inclán, te retrata lo más certeramente posible.

Sanzol ha cocinado una comedia que discurre sedosa y que a uno, dos horas después, le hace pensar en Alicia en el país de las maravillas o en Qué bello es vivir. Incluso en Matrix. ¡Y en Solaris! Y hasta en Tres sombreros de copa. La vida te da un acicate para que encuentres tu camino, te pone a prueba. El personaje de Oliver puede entrar sin mácula en esa categoría y tiene visos de convertirse en clásico. Ya hablaremos dentro de 200 años. Empieza gracioso. Pasa a mostrarse torpe y cobarde. Luego es realmente cansino. Y, finalmente, es un alma en busca de dignidad que acogemos con los brazos abiertos. Un arco acojonante que para cualquier actor, desde ya, debe ser de lo más apetecible. Iñaki Rikarte ha tenido el honor de darle carne, hueso y voz por vez primera. Será difícil borrarlo de la memoria y disociarlo de su nombre, porque lo que hace es realmente portentoso. Es una creación perfecta con sus asomos al exceso y sus concesiones a la gestualidad justa.

Pero es que los otros tres intérpretes… madre mía. Incluso Aitziber Garmendia, con su breve aparición, da muestra de que ha sido un trabajo de puesta en escena horizontal. Ella es la abogada de Oliver y permanece toda la función sentada, semiescondida tras unas estanterías donde se guarda la utilería de los sueños. Para mí, además de Rikarte, el gran descubrimiento de la función es Mireia Garmendia. Aitor Mazo y Sandra Ferrús están impresionantes, pero ella hace algo increíble desde la contención. Igual que Oliver nos acaba conquistando con su inquebrantable apuesta por sí mismo y por su dignidad, Olga, el personaje de Garmendia, es la bruja que nos hechiza, la que nos vela la mirada, ese tipo de ser humano tan común cuyo maquiavelismo inconsciente es peligroso de cojones. Finalmente, tanto el espacio escénico (la mitad de un cubo que, quién sabe, lo mismo flota en el universo como un planeta más) como la ambientación lumínica y sonora del montaje, termina por arroparnos suavemente en ese tránsito teatral que nos ha hecho reír y llorar y que nos deja un poso más profundo del que pensamos. Si no, ya hablaremos dentro de 200 años.

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