La indiferencia

La niña lleva sin hablar desde que ocurrió. Tampoco se dibuja mueca alguna en su rostro. Intuimos que, en su interior, las venas asemejan torrentes violentos en sus circuitos sanguíneos. Sólo mueve los pies y las piernas para desplazarse y los ojos para guiarse, nada más. Sin embargo, sería cruel buscar similitudes con un espectro; en la niña hay vida, pero es imposible adjetivarla. Créanme, es inútil intentar escudriñar sus sentimientos, es una suerte de apagón espiritual. Y saben una cosa: lo que más nos preocupa es que es una niña, que no tiene la conciencia de un adulto. ¿Cómo encaja esto una niña? Su madre está siempre cerca. No siente la necesidad de investigar las sensaciones de su hija, bastante tiene con lo suyo. Le acaricia el pelo, melena lacia de destellos dorados, y piensa: tan solo tiene 7 años, esto pasará y no quedará nada en tu cabecita.

 

Atención, parece que un pensamiento cruza despacio el desolado paraje que se extiende bajo la corteza cerebral de la niña: papá ha muerto y ya no lo voy a ver más. Ya han oído, era de esperar. Tarde o temprano la Naturaleza pondría las cosas en su sitio.

La noche se acerca como una apisonadora. La madre prepara la cama. Doce años después, volverá a dormir sola. Tendida, lanza una mano sobre el vacío de la derecha. Llora. Junto al lecho, un barreño para vomitar y un par de cajas de pañuelos de papel. Vean cómo la primera noche de una viuda apenas reviste interés. Abajo, en la calle, la gente hace lo que minutos antes ha pensado que no haría, como siempre. Todos ajenos a las pequeñas desgracias. Y los pequeños desgraciados hablan de injusticia y quisieran que el mundo entero durmiera a su lado.

Desde bien temprano, nada más conocer la noticia -nada extraño por otra parte- las lágrimas  han ido desfigurando la cara de la madre. Casi doce horas después, las facciones son dibujos mojados por la lluvia. Algún poeta diría que el llanto borra las desgracias y deja el rostro en blanco, dispuesto a recibir nuevas sacudidas. Pero la realidad no admite poesía. El lloro prolongado da un dolor de cabeza terrible, produce ahogos y supone un gasto inútil de papel. Sin embargo: ¿qué otra cosa se puede hacer en momentos así?

La madre se ha preguntado dos o tres veces si la niña estará llorando, o si estará dormida, o si estará mirando por la ventana a ver si ve a su padre subiendo al cielo. Y la niña no está haciendo absolutamente nada, o al menos es lo que puede intuirse desde este lado. Seguramente, según avance la noche, los párpados irán descendiendo hasta caer en un suave y reparador sueño. Pobrecita. Todos confiamos en que, a medida que pasen los días, la niña vaya recuperando la normalidad en su comportamiento. A veces nos puede la tentación y nuestra mente perversa nos inclina a creer que la niña no recobrará su estado habitual, quizás ha sufrido un shock irreparable, un tremendo golpe que la va a apartar para siempre de la realidad. En adelante, será el blanco de las lástimas de los vecinos y familiares, nadie la tomará en cuenta y la mirarán siempre con tristeza, aunque intenten animarla con los métodos más variopintos. No quisiéramos tener esta duda, ni mucho menos contagiarla, pero se han visto tantas cosas…

La madre, en contra de lo que pudiera parecer normal, se ha dormido en un santiamén. No es para menos. Aunque ella, mañana, pensará seguro que no ha pegado ojo en toda la noche, quizás por cumplir consigo misma y porque también es seguro que la gente pregunte: ¿cómo has pasado la noche? No vayan a pensar que esto es hipocresía, que la madre ha sentido profundamente esta pérdida; eso no habría ni que decirlo. Pero velando al difunto desde las diez de la mañana, atendiendo a todos los que se acercaron a dar el pésame, preparando el entierro, caminando sin fuerzas hasta el cementerio, viendo cómo una caja de madera se adentraba en las entrañas de la tierra y diciendo adiós para siempre con un puñado de arena pedregosa en las manos, no me digan que el cuerpo de esa madre iba a aguantar toda una noche de vigilia. No me lo digan porque no me lo creo. Tumbada boca arriba, con unas bragas blancas por todo atuendo y un pañuelo de papel como único acompañante en la cama, la madre duerme, con la boca y las piernas abiertas, emitiendo jocosos silbidos cada vez que el aire intenta salir por sus fosas nasales.

El silencio ha caído en la casa como una pesada losa de mármol. Por favor, ¿me podéis pinchar la habitación de la niña? Ahí la tenemos, todavía con sus grandes ojos abiertos. Está tendida exactamente en la misma posición que la madre… ¿No es increíble? Nadie la ha desvestido, nadie ha echado para atrás las sábanas. Sabe que, como cada jornada, al llegar la noche, su deber es irse a la cama, descansar y recuperar fuerzas para un nuevo día de colegio. Eso sí, la niña no ha visto hoy a su padre poniéndole el pijama, acostándola y leyéndole su libro favorito. ¿Lo echará de menos? Sí, lo sabemos, es una pregunta inútil, incluso de mal gusto, pero como su rostro permanece impasible, toda conjetura cabe en estos instantes. Se ha movido. Sí, parece que se está levantando. Ya está en pie. Su precioso vestido negro, que al parecer llevó su abuela durante un luto que tuvo que guardar en su niñez, se desliza sobre sus pequeñas piernas hasta adoptar el aspecto habitual. La niña vacila, se acerca a la puerta y la abre despacio. Se mueve por el pasillo oscuro, esta vez sí, como un fantasma. Quizás vaya al baño. Hoy nadie iba a acudir a su llamada. Pues no, su destino era la cocina. Ahí la pueden contemplar, dando vueltas alrededor de la mesa. Abre el cajón de esa misma mesa, lo cierra, todo con el mayor sigilo. Ahora se dirige a la bancada. Al lado del horno hay una cajonera con cinco cajones. Los abre, uno tras otro. En el último introduce su pequeña mano y acciona en el fondo. Parece que no encuentra lo que busca. Su gesto sigue impertérrito, somos incapaces de aventurar un estado de ánimo. Ha mirado hacia arriba, cerca del frigorífico. Luego mira una silla que hay junto a la puerta. Va hacia ella, la coge con las dos manos y la lleva junto a la nevera. Apoya la silla contra el electrodoméstico, se sube en ella con cierta dificultad, fruto de su deseo de no hacer ruido. Su mano busca algo en el hueco que hay entre la nevera y el armario que tiene encima. Desde aquí no vemos lo que hay ahí. Ha dejado de moverse… y ha sonreído. Atención, la niña ha sonreído. Ya vuelve su mano… ¡Madre mía! ¡Es un cuchillo tan grande como su brazo!

Queridos amigos, esto es algo que no podíamos esperar, nunca lo hubiéramos imaginado. Pero no podemos negar el interés que ofrece. Sigamos sus pasos, pues la niña ha abandonado la cocina. Su silueta, dibujada en la penumbra del pasillo, cuenta ahora con ese apéndice horrendo que nos mantiene expectantes.  ¿Dónde está ahora? La hemos perdido. La habitación, pinchad la habitación, por favor. No está aquí. ¿El baño? Tampoco… ¿En la de la madre? Sí, pues parece que ha entrado en la habitación de la madre. Efectivamente, ahí la tenemos. La niña sube a la cama por el lugar que corresponde… bueno, que correspondía, al padre. La madre no se inmuta, duerme profundamente. Atención, la niña empuña el cuchillo con las dos manos, lo acerca a la madre… Estamos a punto de presenciar algo espantoso, créanme. La niña deja caer con todas sus fuerzas el cuchillo sobre el pecho de la madre. Impresionante. Casi hemos podido percibir el rumor del filo hundiéndose, abriéndose paso entre las vísceras. La madre sólo ha inhalado aire, ha quedado suspendida un instante, como tragándose el alma, y, ladeando la cabeza hacia la izquierda, ha expirado. La niña mueve el cuchillo arriba y abajo, como si estuviera aserrando, y ejerce una fuerte presión en dirección al abdomen. El cuchillo se desliza hasta el bajo vientre y pronto la madre queda abierta en canal, como comúnmente suele decirse. La cama está totalmente teñida de rojo. La niña agarra con fuerza cada lado seccionado y tira de ambos para terminar de abrir bien la caja torácica. Mira dentro con extrema curiosidad. Parece confundida. Hace cálculos. La niña comienza a extraer vísceras ayudándose del cuchillo. Saca el estómago, los intestinos y la vejiga; saca después el hígado y el páncreas. Parece que no termina de gustarle lo que hace. No sin esfuerzo, termina por sacar también los pulmones. Todo va cayendo a plomo y caliente al barreño de los vómitos. La niña observa ahora el vacío que ha quedado en el interior de su madre. Su mano izquierda, bañada de un rojo apabullante, examina el espacio que ha evacuado. Se pone en pie sobre la cama. No lleva zapatos ni calcetines. Mete un pie en su madre, luego el otro. Se inclina hasta sentarse y poco a poco va encajando su cuerpecito, en posición fetal, en el espacio robado a las vísceras. Pero queda una, el corazón, del que cuelga un tejido mancillado que ha perdido su razón de ser. La niña introduce su cabeza, la posa junto al corazón de la madre y se lleva a la boca ese tejido suelto. Luego, con una mano, va acercando los dos extremos de la herida hasta casi cerrarla sobre ella. Sonríe.

Amigos, es la imagen más tierna que he presenciado nunca.