Settima stanza

Dejarse llevar. La Mancha va del verde al amarillo y del amarillo al blanco, para volver al verde, el verde de ahora. El verde de abril. Dejarse llevar y dejarse mirar. Siempre querías que paráramos a hacer fotos y luego nunca las hacías. Fotografiar nunca ha sido como mirar. Yo deseaba ver los girasoles en verano, porque tú me contabas que era como una explosión de belleza. Yo los quería ver, camino de Madrid, atravesando La Mancha, como tú, como tú me contabas, dejándote llevar y fundiendo el paisaje con la música.

Ma io sono con te ogni giorno / perché di te ho bisogno / non voglio di piu / Aqua e sale / mi fai bere / con un colpo mi trattieni il bicchiere / Mi fai male / puoi modere se mi vedi in un angolo ore / ed ore / ore piene /come un lago / che se piove un po’ di meno è uno stagno / Vorrei dire… / non conviene… / sono io a pagare, amore, tutte le pene.

Me contabas de Celentano. Al principio a mí no me gustaban las canciones italianas. Todavía no sé si me gustan y aquí las llevo, supongo que me acostumbré a ellas. Y tenías razón: si las escuchas muchas veces, acaban hablando de ti. Se diría que has gozado viéndome tirada en una esquina, llorando tanto como para llenar un estanque. Un lago entero. Sono io a pagare, amore, tutte le pene. No me conviene, definitivamente. Si, como dices, el amor es falso, tú eres falso. Si sólo existes en la pasión, estás enfermo. Me contabas que todo está basado en la comunicación. Sin comunicación, cualquier edificación humana se desmorona. Cuanto menos hablabas, más se comunicaba tu cuerpo. Menos palabras y más ira en la mirada. Las palabras, sólo para ti, patrimonio exclusivo. Tú, tus canciones y tus palabras. Y luego el azar, que un día se me ponía encima como una nube primaveral, psicótica, y llovía todas tus palabras. Y me calaba entera. Y me constipaba.

Era plena primavera, como ahora. Y escribiste: qué duro es esto. Sólo sé hacer daño. Hacerme daño a mí, todo el día fumando porros y sin comer. Hacerle daño a ella. Siempre he pensado que soy una buena persona, excepto con lo más propio, parece ser. En el fondo de todo esto debe haber un desprecio por mí mismo. Soy despreciable. Y lo consigo despreciando. Soy infeliz. Soy inmaduro. Soy frío. Soy insensible. Sólo aprecio, hago feliz, soy sensible y cálido cuando quiero algo o a alguien. Querer en el sentido de apresar para mi goce propio. Soy egoísta hasta la médula. Soy mezquino. Soy un incapaz. Soy solitario, introspectivo, contradictorio y sucio. Y si no soy todo esto, estoy enfermo. Soy víctima de mí mismo. Soy un enamorado de mi falo. Un voyeur.  Un morboso. Un amante de la violencia en el arte. Y si no lo soy, es que estoy enfermo. Soy camaleónico por interés propio, no por agradar. Soy pura represión. Soy mentiroso hasta un extremo deleznable. Soy un amargado que ha tenido suerte. He tenido suerte con todo y contigo. Lo que soy: un enfermo del pulmón.

Lo escribiste en un cuaderno que el azar ha depositado en mis manos. Quizás te lo olvidaste en casa de tu hermano y yo, al verlo, lo reconocí como tuyo. Un segundo después estaba en mi bolso. Lo cogí con naturalidad, pero también con algo de recelo. Era un poco un asalto a tu séptima habitación. Siempre he querido entender algunas cosas. Pero las respuestas estaban en tu séptima habitación. Un ejemplo tonto: ¿qué te puede interesar o qué te impulsa a guardarte una frase como esta: las tetas de las colombianas son como los Kalashnikov en la Guerra Fría? ¿A quién le has oído decir eso? ¿Por qué la apuntas? Me asomo a tu séptima habitación y todavía eres capaz de proponer nuevos enigmas. Todavía me asombra más esta otra anotación, acompañada de un número de teléfono: quiero un macho que me folle la raja y el culo hasta que me cague viva. Te imagino entusiasmado como un niño descubriendo el lado oscuro. Y adscrito, como siempre, al club de los fascinados por los suicidas. Suicidas y románticos, el mejor cóctel. Dices: el amor me destruye y sólo me amarás cuando esté muerto. Qué razón tenías, señor enamorado de tu falo.

Me contabas siempre que esos árboles que siglos de deforestación han aislado, quedan como altares en mitad de un campo de trigo. Me contabas que siempre te acordabas del árbol que Pasolini usó como oráculo de Delfos en Edipo rey. ¿Por qué admirar a las personas extremas? ¿Por qué amar a los artistas, que casi siempre son personas desequilibradas emocionalmente, irregulares en el trato, caprichosos como niños malcriados y, sobre todo, distantes? ¿Por qué no la gente sencilla, las cosas sencillas? Sin embargo, a mí también me gustan un puñado de excéntricos, pero jamás se me ocurre venerar a nadie. No hay gente tan importante.

Es curioso que, ahora que me dejo llevar y fundo la música con el paisaje que veo desde el autobús, siento una paz doble. Tú siempre decías que ese verde, esos árboles que el azar ha distribuido a ambos lados de la autovía, te hacen sentirte en paz, paz y tranquilidad. Y no sé cómo cojones te las apañabas para conseguir que te emocionara el paisaje circundante sin perder de vista la carretera ni soltar las dos manos del volante. A veces creo que todo tú estás en manos del azar y que tu suerte no tiene límites. En tu cuaderno hay una anotación sobre el azar: yo dibujo al azar y si el azar decide trazar el rostro de una mujer, no soy yo nadie para contradecirle. Me contabas que dibujabas con un pilot al azar, desde que estabas en los últimos años de la EGB hasta ayer mismo. Y que escribías versos al azar desde que estabas en COU. Y nunca has sido nada si antes no lo ha decidido el azar. Eso debe ser el maldito dejarse llevar. Yo tenía paz y tranquilidad contigo, hasta que empezaste a frecuentar tu séptima habitación más de la cuenta. Ves por qué digo que no se debe venerar a nadie… cuando te defrauda aquel que veneras, el dolor es más agudo.

Pero hoy mi paz es doble. Nunca he negado que tenerte cerca me aportaba tranquilidad. Y ahora que miro La Mancha desde el autobús, me acuerdo de ti y siento la paz doble. El cuaderno, como todos tus cuadernos, lleva papeles sueltos y alguna foto bajo las dos solapas. A veces me gustaría saber cuándo dejarán las cosas, los paisajes, de recordarme a ti. Hay dos fotos. En una estás con niños, que tan bien se te da. En otra estás con dos chicas que no conozco. Parece que estás frente a tu trabajo. Deben ser compañeras. Las comparaciones son odiosas. Tú me contabas que no hay que fiarse de las estadísticas, porque los números sólo cobran sentido comparándolos con otros números. Y las comparaciones son terriblemente odiosas. Incluso si lo que comparas son personas. Parece inocente. La foto, digo. La de las chicas, tus compañeras. ¿Quién de las dos será…? ¿Pelo liso o pelo rizado? A ti siempre te gustó el pelo rizado. Todo ese ejercicio de sinceridad… soy esto, soy aquello, qué malo soy… ¿todo eso se te ocurrió antes o después de follártela? Y cuando escribiste esto otro, te la habrías follado ya, ¿no?: la intensidad de la pasión, que llamamos amor, que llamamos química, que llamamos locura, la intensidad que envuelve a los afortunados y que sólo los afortunados viven así, la que deja al resto del mundo alejándose, cada vez más y más pequeños. En el resto del mundo estaba yo, reducida a mota de polvo que encima salta por los aires con un golpe seco y salvaje de tu bayeta atrapa polvos.

No es rencor. Te diría incluso que es ingenio. El llanto se paró un día y apareció la risa, que ya no me ha abandonado. Me contabas de tu abuela italiana, a la que nunca conociste. Que tu abuelo dejó ir un barco con destino a Orán para subirse en otro con destino a Nápoles. El azar del pobre, que lo mismo le da un barco que otro mientras en la otra orilla haya una esperanza. Y se fue a topar con el amor, nada menos. Me contabas que, haciendo un ejercicio de imaginación poética, La Mancha podría parecerse a la Toscana. No he estado en la Toscana, esperaba ir contigo. Pero mucho me temo que las comparaciones son odiosas. Yo ahora mismo, desde la ventana del autobús, sólo veo esta planicie aburrida que sólo cobra vida cuando el sol le da de soslayo, cercana la noche. Me contabas que tu sangre es italiana, que te sientes italiano. Pero tu abuela murió hace más de 60 años y ya nadie es capaz de recordar su cara. Siempre quieres estar en otro sitio. ¿Por qué?

Si tu vida consiste en dejarse llevar, por fuerza querrás estar siempre en otro sitio, nunca serás capaz de detenerte a mirar. No saboreas las comidas. Tragas deprisa, como tu madre, como tu abuelo. La genética tiene respuesta para todo. ¿Sabes? Por un momento, he tenido miedo de abrir tu cuaderno. Lo he cogido esta tarde y al montar al autobús todavía no estaba segura de hacerlo. Pero en este maldito recorrido siempre se acaba atravesando La Mancha. Hacía mucho que no cogía un autobús. He perdido la costumbre de estar pendiente de las fechas para comprar billetes de tren. Y el autobús es siempre el último recurso. Más lento, sí. Más solitario incluso. Pero la carretera es la misma. Y nuestro coche ahora es tu coche. Y yo he vuelto no sé muy bien a qué… a qué viejas costumbres de joven con poco dinero y mochila ligera. Y me alegro de volver. Y mi mochila está como nueva, con sus poquitas cosas imprescindibles. ¿Qué pasará con tu cuaderno? Estoy garabateando todo esto en las veinte o treinta páginas que tenías en blanco, luchando contra el traqueteo del autobús. Estoy garabateando tu séptima habitación por el placer masoquista de hurgar hasta tocar el hueso. Hasta despertar los dolores dormidos.

Me contabas siempre que tus cuadernos lo eran todo. Que nunca te han hecho falta las agendas, porque esclavizan. Números de teléfono sin nombre, títulos de canciones sin grupo, listados sin objetivo alguno, calendarios que nunca cumplías, preguntas para entrevistas. Una hora. Un lugar. Un poema. Una frase: el sueño es un árbol que crece al revés. Restaurantes italianos. Impresiones. Me gusta saber quién es Masaniello, el héroe popular napolitano, y comer calzone. Tu séptima habitación es como la suma de un sótano y un desván. Esta frase me gusta, ¿es tuya?: o mi mente es el peor de los dragones posibles o yo soy una mierda de sanjorge.

Me contabas que tú no tienes hada madrina, sino Anna Karina, con su pelo negro recogido, su flequillo recto y sus grandes ojos sombreados. Tengo la sensación de que te pasas la vida soñando con mujeres. Me contabas del colegio de curas, de pasarte toda tu infancia entre hombres, de sentir inquietud y miedo y vergüenza cuando el otro sexo estaba cerca. Me contaste que tu madre dejó de darte pecho antes de tiempo. ¿Qué es lo que estás buscando? ¡No hay más! Deja de buscar pezones.

La ausencia no tiene compasión.

Una frase. Una sinopsis. Sencillamente, yo alimenté y cuidé tus sueños, pero tú no alimentaste ni cuidaste los míos. Supongo que me lo decías a mí. Se llama egoísmo, también egoísmo. Tú solito llenaste de mierda tus propios sueños. Y yo no soporto el olor a mierda, aunque eso te pueda parecer un detalle sin importancia. Mientras tú te tirabas pedos en tu séptima habitación, yo acunaba a mi corazón, cansado y aturdido porque sólo encontraba empinadas cuestas. Siempre me has obligado a poner excesivo cuidado en mi ritmo cardiaco. Conseguiste que viviera con miedo al colapso. Mi corazón ya ha sufrido bastante y creo que incluso te agradezco que hayas desaparecido. Es verdad que he tenido que emplearme a fondo y tenerlo a raya con grandes dosis de racionalidad. Hoy, al abrir tu cuaderno cuando el autobús se alejaba más y más del mar, he sentido lo mismo que aquella noche en tu casa, la última vez que nos vimos. Mi corazón estaba plácidamente dormido, pero al escucharte, reconoció tu voz y, como un niño cuando te invita a su habitación, quiso mostrar todos sus tesoros. Con el tiempo, he conseguido que no llore cuando pregunta por ti y le digo que ya no estás. Parece que lo comprende todo y que ha decidido ser feliz. Y hoy, en un autobús lleno de gente sola, ha temblado tímidamente al abrir tu cuaderno. Pero a estas alturas, puedo decir con orgullo que está distraído, casi te diría que pensando en otra cosa.

Me contabas tantas cosas que me olvidé de que yo también contaba. Me estoy preguntando insistentemente, mientras escribo, que qué haré con tu cuaderno. Alguien que tú y yo conocemos lo enterraría y plantaría flores sobre él. Yo me lo llevaría en una vieja maleta de piel. Metería en la maleta, junto al cuaderno, una marioneta. Viajaría hasta un confín simbólico, el cabo de Finisterre por ejemplo, y arrojaría al mar con todas mis fuerzas la maleta, para que tu séptima habitación y mi complejo se perdieran entre las olas. Quizás un día el mar devuelva la maleta a tierra y alguien se encuentre un tesoro tan pobre. Si le da por leer el cuaderno, dejaré aquí escrito que la marioneta me representa a mí y esas hojas mojadas, donde la tinta se ha convertido en un borrón incomprensible, son la mejor representación de ti mismo.

Mi marioneta, para entonces, tras los golpes de agua, será un juguete roto. Pero lo que nadie sabrá es que ya venía roto antes incluso de ser lanzado al mar. Porque cuando invitas a otra niña a jugar en tu séptima habitación, a mí me apartas, me lanzas debajo de la cama o en el fondo de un arcón lleno de juguetes viejos. No sé si eso tendrá que ver con esa niñez masculina de la que me has hablado tanto. Sé que de niño adorabas a tus primas y a tus vecinas y que las espiabas y que querías saber a qué jugaban y qué ropa se ponían y por qué esa y no otra. Luego quisiste saberlo todo de las chicas, quién le gustaba a quién, qué música escuchaban, qué querían ser de mayores. Finalmente has querido saberlo todo de las mujeres, de su maestría emocional, de su legado maternal, de sus secretos y sus inseguridades, de esa capacidad infinitamente superior que tenemos para adaptarnos a cualquier medio y sacar adelante la vida. Todo de la majestuosidad en el placer, de la belleza que enseñamos y de la que nos guardamos. Te salva, mínimamente, que siempre hubo un fondo de inocencia en tus juegos. Pero ahora ya no somos niños y algunos juegos pueden herir mortalmente a tus amiguitas. Porque es ahora cuando estás jugando con todas las niñas con las que no jugaste de pequeño. Y lo peor de la inmadurez es lo peor de la niñez: que los juegos siempre te acaban aburriendo y buscas nuevas formas de divertirte. Jugaste conmigo a ser la pareja perfecta y donde yo lo ponía todo, tú te guardabas un as en la manga. Te guardabas tu séptima habitación para invitar de vez en cuando a otras amigas. Tú no querías follártelas, claro, sólo querías jugar. Y cuando te aburrías, salías de la séptima habitación y venías a jugar conmigo otra vez, porque te darías cuenta, digo yo, qué ilusa, que ningún juego era mejor que jugar conmigo. Pero basta que se cruce una niña risueña que te mire a los ojos para que tú le digas: ¿quieres jugar?

Me contabas de tu pintor favorito, Caravaggio, y yo creo que ese vivir tuyo en los claroscuros te va a traer mucha soledad. Quisiera pensar que tu séptima habitación va a dejar de tener sentido ahora que vives en permanente jornada de puertas abiertas. Pero te conozco y conozco tu afición a la aflicción, si me lo permites, que yo también sé jugar. Sé que te abandonarás a tu psicosis musical, porque me ha parecido leer por ahí atrás que vives en las canciones. Sobre todo en las italianas. Pensarás en mí y te azotarás con las canciones. Pensarás en todos los amigos que vas a perder por pusilánime y te azotarás con las canciones. Pensarás en lugares y los buscarás en las fotos y te azotarás con los recuerdos. Y con las canciones. ¿Qué diferencia existe entre tus penitencias nostálgicas y las de aquellos dementes que andan descalzos tras iconos religiosos y se flagelan en Semana Santa? Déjalo y vive, hazte ese favor. Y házmelo a mí de paso. Olvídame y no pienses si yo te querré todavía. ¿Te quiero todavía? Mientras la tarde declina con colores de parvulario, ya se va intuyendo Madrid allí al fondo. No se oye ni una palabra en el autobús. ¿Cómo saber si todavía te quiero? ¿Cómo saber qué haré con este cuaderno una vez que llegue a mi casa? ¿Es un error llevarme tu séptima habitación conmigo? Es una pieza sin puzzle. Una pieza de ti perdida. No me gustaría quedarme de ti tan sólo con eso, con una pieza perdida. En Argentina, a la habitación la llaman pieza. En italiano es stanza. En el fondo, siento hasta cierto orgullo por haber conquistado finalmente tu settima stanza, aunque sea así, de este modo simbólico. Y me lo guardo como una victoria personal, para nada quiero que tú lo sepas nunca. Por eso no haré nada con este cuaderno. Ni haré nada por encontrar la respuesta a la pregunta que hice más arriba. ¿Todavía te quiero? Es imposible contestar a eso, porque no soy yo quien está escribiendo todo esto, sino tú.

 

2011