Zona de confort

David Learsy es ya un viejo, pero todavía sigue repitiéndose cada mañana: sólo me tengo a mí mismo. Es un viejo pero aún se siente con fuerzas para rejuvenecer. Es un viejo casi desde que nació, porque nació sodomizado. Violado. Vejado. Violentado. Sacudido. Apaleado. Pero con todo y con eso, fue capaz de nacer.

Pierre Picock lleva años mirándose los dientes en el espejo y en su cabeza suena el eco de las palabras de su madre, que le repite una y otra vez que necesita una ortodoncia. Pero Pierre no lo ve claro. Ya se ha acostumbrado a cubrir su boca con la mano cada vez que ríe, que habla, que grita. Piensa que nunca ha tenido problemas para besar a nadie, así que…

Mery Apple Cross echa de menos su aventura de amor clandestina. Pero qué diría su marido si… qué diría su madre si… qué diría su hermana si… qué diría su amiga si… qué diría su perra si…

Malcom Florty tiene una vecina joven y bastante atractiva, pero no habla su idioma. Malcom espía sus movimientos tras la maleza, para aprender sus rutinas. Dentro de poco su vecina desaparecerá. Todas las vecinas desaparecen. Se exprime las neuronas cada noche antes de dormir para diseñar la mejor estrategia.

Muna Massi, hija y nieta de argelinos, está yendo a la piscina cada día desde que el verano se instaló en el calendario. Eso ya es algo. Se sienta en la orilla, en bikini, y se moja los pies. Sus amigos y amigas, mientras, se bañan y compiten a ver quién es más rápido. Muna los mira y sonríe.

Pavel Brajkovic se maneja como nadie con Google Earth. Se diría que se está aprendiendo el mundo. Sabe desde hace años que pisará esto y esto otro, pero de momento no ha salido de Cracovia. Planea viajes constantemente, viajes largos, viajes iniciáticos, viajes precisos y entomológicos. Pero nunca tiene ni tiempo ni dinero.

Simon Copperland piensa a menudo en su abuela, católica por imperativo histórico. Simon se sigue acordando de algo que siempre le ha inquietado. Su abuela hacía promesas a una virgen y, por muy sorprendentes que parecieran, ella acababa cumpliendo con sus promesas una vez que conseguía la contrapartida. Subir de rodillas a un montículo sobre el que se asienta una pequeña ermita es un sacrificio. También viajar a otro país en peregrinación. En cualquier caso, cosas absolutamente ajenas a la vida de la abuela de Simon Copperland, recluida siempre en su minúsculo universo rural. Y él no es capaz de aprender a tocar la guitarra que mira y ama desde su cama.

A Christophe Rolland le aterroriza el fondo del mar. Una vez, buceando en el borde de una playa de una isla volcánica, se topó con el abismo de pronto y casi muere instantáneamente. Claro que siempre se muere instantáneamente. Y nunca por mirar al abismo.

Sofía Fernández ha llegado a su casa mascullando lo que acaba de oírle a un divulgador en una entrevista radiofónica. ¿Cómo creo ser? ¿Cómo me ven los demás? ¿Cómo soy en realidad? En el ascensor, tal si fuera una llamada telefónica, el pensamiento se ha cortado.

Coral Coldway se ha acabado convenciendo de que es bisexual. Tiene relaciones abiertas con otras mujeres, pero a veces siente que se pilla por un tío. Su primera relación con un hombre ocurrió cuando ella tenía tan solo trece años. Pero Coral no quería. Fue forzada. Por un tío. Ella siempre dice que perdió la virginidad a los dieciséis con Charly, su vecino y compañero de clase.

Yukiya Arashiro y su amigo Akira Natsukawa han decidido finalmente qué se van a tatuar.

Simona Katjenski conoció la leyenda de la dama de blanco en versión islámica. La mujer de la curva de la carretera secundaria que se aparece en mitad de una oscuridad impenetrable, vestía un burka. La cuestión es detener el coche y abrir la puerta del coche y salir del coche y deslizarse pegado a la carrocería del coche y… es que no es que asuste igual, es que asusta más.

AKIRA. ¿Tú qué?

YUKIYA. Yamata-no-Orochi, con sus ocho cabezas y sus ocho colas.

AKIRA. Yo Medusa, la gorgona.

YUKIYA. ¿Tú dónde?

AKIRA. En el pubis.

YUKIYA. Yo en torno al cuello.

AKIRA. ¿Tú por qué?

YUKIYA. Porque los viejos se enroscan al cuello motivos que recuerdan a sus victorias.

AKIRA. A mí me han de vencer.

Pasados los años, la guerra empieza a ser historia. De siempre, desde niña, Simona tiene miedo de todas esas mujeres tapadas. Vas a tener suerte, Simona, le decía su abuela. Tú no tendrás que vivir tapada. Pero todavía hay campamentos custodiados por filas de hombres armados de tradición. Y ellas están obligadas a decir que lo hacen por propia voluntad, porque es mandato divino. Alá las tenga en su gloria. Tú no sentirás la debilidad de las que viven privadas de luz solar. Tú vas a ser el orgullo de esta familia estés donde estés. Todo eso le decía a Simona su abuela y todo eso le venía a la cabeza una y otra vez en esas largas tardes lluviosas en las que pasaba las horas fumando porros tirada sobre la cama. Cada cierto tiempo se levantaba para ir a mear y a la vuelta asomaba su rostro a la ventana. Paraguas y coches y la luz artificial que le iba ganando la partida a la luz plomiza. Al otro lado de la puerta de su habitación, sus cinco compañeros iban llegando de sus respectivas rutinas dispuestos a cenar, mirar la tele o escuchar música, quizás leer, finalmente dormir. Dos japoneses absolutamente herméticos, una española locuaz, una escocesa de padre escocés y madre mexicana y un estadounidense de padres judíos que ha sido el último en llegar. Hay cambios habituales, algunos están un año, otros tan sólo unos meses. Simona llegó hace casi un mes y está como paralizada. El idioma le parece muy complicado, no consigue hacerse entender. Le gustaría conversar con Simon Copperland, le hace gracia que se llame como ella y sea un hombre. Pero Copperland no parece un tipo muy comunicativo. En estos pocos días que lleva en la casa, se desliza como un fantasma. Simona ha averiguado que es dj. Muchas noches sale a eso de las ocho con una maleta negra con remates metálicos. Siempre viste jeans, camisa, chaleco, botas y sombrero de cowboy. Simona hoy no puede dormir. Simon hace tres horas que se largó. Simona sale de su habitación. Todos los demás duermen. Simona entra en la habitación de Simon. Ve una guitarra eléctrica blanca colgada en la pared, frente a la cama. Por el suelo, ropa tirada y cajas de zapatos llenas de cedés. Simona se sienta en el suelo y comienza a mirar las carátulas. Sobre la mesilla hay un discman conectado a unos pequeños altavoces. Simona cierra la puerta. Saca un disco de su caja. Lo pone con un volumen mínimo. Sigue mirando otros discos mientras cabecea al ritmo de la música. Stop. Quita un disco. Pone otro. Stop. Quita ese. Pone el siguiente. Stop. De pronto se abre la puerta. El tiempo se detiene, como cuando uno está contento. Simona y Simon se miran inexpresivos largo rato. Simon sonríe primero y Simona le secunda.

La idea de llevar hierros en la boca, la idea de comer los alimentos en sopa o en puré, qué asco, la idea de morder con cuidado, la idea de alterar el aspecto general de la voz, la idea de dejar de fumar, la idea de parecerse al malo aquel de la peli aquella de James Bond, la idea de hacer el ridículo, la idea de que se le confunda con un esteta superficial, la idea de que no sirva para nada. Pierre Picock nunca se ha lavado los dientes varias veces al día. Ni siquiera se los lava a diario. Si no fuera una guarrada insalubre, sería un acto revolucionario. Durante los años que vivió con su prometida, la observaba por la mañana, por la tarde y por la noche y siempre se lavaba los dientes. Nunca se le olvidaba. Comía chicle y se untaba los labios con vaselina. Picock y su prometida tenían por delante el reto de afianzarse como pareja y tener hijos. Tendría que enseñar a sus hijos a lavarse los dientes tres veces al día, como a él le dijo siempre su padre. A pesar de eso, él no ha logrado establecer el hábito en su vida. La educación no es una unidad. Picock es, sin embargo, un seductor. No pierde ocasión para jugar a las miradas con cualquier desconocida. Cuando Mery Apple Cross se sentó frente a él una tarde de febrero, dibujó una vez más el gesto preciso. La mirada debe tener profundidad y la sonrisa ha de ser tan leve que los labios no se separen. Picock cree que controla su boca y el telón que enseña u oculta sus dientes. Mery Apple Cross sonrió aquella tarde de febrero y sus dientes eran blancos y estaban perfectamente dispuestos. Dos bocas, una pícara y cerrada y otra rota por la gran sonrisa. Un beso o varios en lontananza.

Querido primo Simon:

Supongo que te sorprenderá este e-mail, sobre todo porque no sabes quién soy. Acostumbro a hurgar en las historias de la familia y el otro día me enteré de que tengo un primo americano, hijo de los primos hermanos de mi abuelo Pavel, que emigraron antes del desastre. Tengo intención de viajar y, por qué no, podría ser emocionante conocernos. Me han dicho dónde vives más o menos y lo tengo perfectamente situado en Google Earth. Llevo tiempo planeando salir de Cracovia en un largo viaje y, la verdad, siempre me ha frenado un cierto temor al mundo que tan manejable parece en la pantalla del ordenador. Me han hablado de ti, me han dicho que te dedicas a la música y que nunca has venido a Polonia. Aquí siempre tendrás las puertas abiertas. Quizás pueda convencerte para que vengas cuando nos veamos. El otro día averigüé que Cracovia fue fundada por el mítico Krakus, que erigió la ciudad sobre la cueva del Dragón de Wawel, al que venció con astucia. Yo quiero vencer mi propio dragón y salir de Cracovia. Es una carambola inquietante. Sólo tendré que reunir un poco de dinero y ya podré dejar el trabajo y coger las maletas. No te molestaré mucho, sólo unos días. Gracias, primo.

La mañana es delicadamente cálida. El cielo está azul y los rayos de sol vibran entre las ramas de los árboles que hay alrededor de la piscina. Árboles altos y robustos. El agua está deliciosa y sólo Muna permanece fuera, sentada en el borde, dando pequeños golpes en la superficie con los dedos de los pies. ¿Por qué no te bañas? Le pregunta Coral. No sé nadar, responde Muna. No importa, le increpa Coral. Sí, sí importa, dice sonriendo Muna. No te vas a ahogar, yo te sostengo. No, de verdad, me da pánico la sensación… siento que me voy a hundir, responde Muna con educación. Eres muy guapa, Muna, no dejaría que te hundieras, le dice Coral bajando la voz. Gracias. Muna baja la mirada y se siente sonrojar. Cuando vuelve a mirar, Coral nada hacia el resto del grupo, que chapotea y ríe ensordecedoramente unos metros más allá, en el centro de la piscina.

AKIRA. ¿Tú por qué?

YUKIYA. El dolor de enterrar al dragón bajo mi piel me hará fuerte.

AKIRA. Yo me tatúo protección y me proporcionará elementos de sorpresa.

YUKIYA. ¿Comemos?

AKIRA. ¿Hay alguien en la casa?

YUKIYA. Yo creo que no.

Lo cierto es que una noche, Malcom Florty esperó despierto hasta que su vecina, Sofía Fernández, llegara a casa. Su objetivo era sólo saber su hora de llegada, pero el botín fue mayor. Excitado, se acercó todo lo más que pudo hasta la ventana de Sofía y la vio desnudarse. Y tan pronto Sofía apagó la luz, él salió disparado hasta su cuarto y allí se la machacó como un mandril. La casualidad quiso que a la mañana siguiente, cuando Malcom volvía de su paseo matutino, se cruzara con Sofía en el jardín que circunda el edificio. Él se quedó paralizado y su cara debió denotar el estupor hasta el punto de que Sofía se detuvo y le preguntó que si estaba bien. Sí, hola, respondió Malcom, sorprendido por haberla entendido. Cuando pegaba la oreja a la pared, la oía hablar en un idioma desconocido para él, quizás portugués o griego, quién sabe. Pero la entendió y quiso saber por qué. ¿De dónde eres? Le preguntó Malcom. De España, respondió Sofía. ¿Y cómo te llamas? Dijo ella. Pues Malcom. Pues yo Sofía. Mucho gusto, Sofía. Igualmente, adiós Malcom. Adiós Sofía, dijo Malcom en un susurro ahogado por el miedo. Y verla salir del jardín y alejarse calle arriba y era como si la luna se le fuera y se oscureciera todo y los lobos comenzaran a aullar y todas las fieras se le arremolinaran en torno a los testículos y volvió a salir corriendo hasta su cuarto y a machacársela como un mandril. Suponiendo que los mandriles se la machaquen. Sí, ¿no?

En esta zona todo suele ocurrir más o menos así. La sensación es que no ocurre nada. Yukiya y Akira comen como hurones en la oscuridad y desaparecen. Siguen dándole vueltas al tatuaje que se harán mientras sus padres, miembros de la oligarquía financiera japonesa, no hacen acto de presencia en las vidas de sus hijos más que una o dos veces al año, y fugazmente. Siguen tratando de entender si es bueno o malo traer hijos a este mundo y Yukiya y Akira van de ciudad en ciudad con todo pagado para expiar la culpabilidad de sus progenitores. Simon y Simona han echado dos polvos y medio y han seguido escuchando música, pero el sexo no parece ya esa mecha que antaño atizaba la pasión. Ni siquiera el hachis lo hace. A Copperland le repetía una y otra vez su padre, católico convertido al judaísmo para casarse con su madre, que no hay nada que no se pueda ser. Y ahora él, Simon Copperland, va disfrazado a trabajar. Su abuela creía en un dios. Su madre en otro. Y él se disfraza de cowboy para ir a trabajar. Y su nuevo primo Pavel está al caer. O eso cree Copperland, porque Pavel Brajkovic siempre encuentra una nueva excusa para posponer sus viajes alrededor de la Tierra. Muchos años más tarde seguirá coleccionando documentales sobre esta isla del Pacífico o aquel pueblo amazónico. Puede que Muna Massi aprenda a nadar. Puede que Pierre Picock opte por la ortodoncia. No en vano, son muchos meses ya sin besar unos labios y la seguridad en uno mismo se pierde como el agua en pleno verano. Mery Apple Cross está sentada en el sofá de su hogar conyugal. Llora. Los sábados por la mañana puede llorar, porque está sola. Y llora mientras limpia. Llora mientras cocina. Llora mientras juega con su perra. Llora mientras mira cómo se mecen las ramas del árbol que asoma por su terraza. Llora por todo y, cuando se le han gastado las lágrimas, se recompone y sigue viviendo. Porque en esta zona, ya os digo, nunca pasa nada. Sofía se huele de lejos a Malcom. Su instinto es infalible. Y es tanto el placer que le aporta su instinto, que se entrega a él con fluidez. Y el placer con uno mismo también es adictivo. El onanismo descarriado de uno, Malcom, es espejo expresionista de la otra, Sofía. Coral quizás consiga que Muna aprenda a nadar y entonces así ganársela como amiga íntima. Pero es que ni Coral es lesbiana ni Muna alguien que se permita perder el control. A pesar de estar lejos de su familia y su cultura, es difícil escapar a todo eso que se te queda dentro como se quedaron los animales pintados en las cuevas de la prehistoria. Para siempre. El cineasta de cabecera de Christophe Rolland es Sidney Lumet, un hombre abismal, sin duda. Además, a Rolland le gustan los barcos, los submarinos, los batiscafos y las fotos de calamares gigantes. Es para pensar que, en esta zona, todos están enganchados a una suerte de placer atizado por sus propios miedos. Los miedos paralizan y lo dejan a uno en la comodidad intrauterina. Pero, ¿qué hay de David Learsy? Learsy es un viejo que vive paranoico, pertrechado tras los muros de su casa y armado hasta los dientes. Cree que su vecino lo va a destruir. Pero su vecino es un pobre hombre, otro hombre tan viejo como Learsy, tocado siempre con un pañuelo palestino, que mata las horas lanzando la caña al agua. Un día el hombre se percata de que bajan menos peces que de costumbre. Otro día se topa con algún pez muerto. Maldice su suerte y se va. Un día más y el riachuelo baja sin vida, sólo agua y mosquitos. Se acerca a la puerta del vecino, por preguntarle. Pero Learsy le grita desde algún lugar que se vaya. El pescador se para a mirar la casa de su vecino, sus muros tan elevados, su puerta enorme y robusta. Vuelve a golpear con fuerza la puerta, con una piedra. Silencio. De pronto, una voz. ¡¿Qué quieres?! ¿Vio lo de los peces?, pregunta el viejo pescador. ¡Los peces son míos! Responde Learsy. El viejo pescador retrocede contrariado. ¡Cómo que son suyos! ¡Son de todos! Y así han seguido, discutiendo sin que pase realmente nada a este lado, muro adentro. En seis días, David Learsy dejó sin alimento a su vecino. Según él, el problema lo tiene el viejo pescador, que está fuera de la zona.