El último rinoceronte blanco

Programa de mano para los Teatros del Canal, publicado en abril de 2019

 

“La culpa de los padres que deben pagar los hijos ¿es pues el fascismo, ya en sus formas arcaicas o en sus formas absolutamente nuevas, nuevas sin equivalente posible en el pasado?”

Pier Paolo Pasolini. Los jóvenes infelices

Henrik Ibsen escribió El pequeño Eyolf en 1894, a 12 años de su muerte. Es su antepenúltima obra dramática y, a pesar de no estar entre sus textos más representados (al menos no tanto como Casa de muñecas, Un enemigo del pueblo, Peer Gynt o Hedda Gabler), contiene maestría en fondo y forma. Maestría y amargura, por ser un análisis despiadado de la desesperación y de la soledad de los burgueses de finales del XIX. El pequeño Eyolf es la crónica de un desgarro, un retrato castrante (en el sentido freudiano, sin ser caprichosa esta referencia, pues en ese tiempo estaba muy presente en los escritores lo dicho y escrito por Freud), una disimulada anagnórisis sobre lo que supone –y supondrá andando el siglo XX- el individualismo. Como puede leerse en la última escena:

RITA: Los hombres no tienen corazón. No tienen el menor miramiento con los vivos ni con los muertos.

ALLMERS: Tienes razón. La vida prosigue su curso como si no hubiera ocurrido nada.

RITA: Bien se ve que no ha pasado nada. A los demás qué les importa. El golpe solo nos alcanza a nosotros.

125 años después, aquella obra de Ibsen sigue siendo pertinente para hablar de la convivencia –cuando no el combate- entre el Hombre y la Naturaleza, entre lo mundano y lo espiritual, entre lo sagrado y lo profano. Así lo han juzgado José Manuel Mora y Carlota Ferrer, un tándem creativo con una buena nómina ya de colaboraciones que van desde los textos propios de Mora (Los nadadores nocturnos, Los cuerpos perdidos) hasta las revisiones de los clásicos contemporáneos (Esto no es La casa de Bernarda Alba). Juntos han convertido El pequeño Eyolf en El último rinoceronte blanco. El título no es lo único alterado en esta versión libre de la obra de Ibsen. También cambia el nombre de los protagonistas, hay una pertinente mutación de uno de ellos y se ha añadido texto nuevo y un personaje que no existía en el original. Ahora veremos por qué.

Empecemos por el título. En marzo de 2018 murió en una reserva keniata el último macho de la subespecie de rinoceronte blanco del norte. Se llamaba Sudán y tenía 45 años de edad. Su muerte es un símbolo cruel de lo mejor y lo peor del ser humano: por un lado menospreciamos la Naturaleza y por otro somos capaces de desarrollar toda una ingeniería genética con la que, quien sabe, podamos recrear en laboratorio la especie desaparecida. Primero la dejamos morir y luego intentamos resucitarla. En la obra de Ibsen, el niño Eyolf muere justo cuando sus padres acaban de discutir sobre si tener un hijo los había alejado como pareja, sobre si era una intromisión en sus vidas. En la versión de Mora y Ferrer, Eyolf se llama Jesús. No es una cuestión baladí. “Los personajes de la ficción de Ibsen –señala Mora- parecieran querer conseguir la salvación a través del hijo y, ante la repentina pérdida, se plantean cómo pueden transformar su vida sin ese elemento de unión”.

La muerte de Sudán –con la que se abre la obra, convertida casi en una premonición- nos sirve para conocer a Jesús, un niño ni de lejos tan inocente como lo era en el original. En una suerte de escena prólogo con trazas de metateatralidad, Jesús le habla a Juan, su padre, de su nihilismo y, como un derivado del hikikomori, le espeta: “cuando te fuiste pasé mucho tiempo solo. Sustituí al Padre por Internet. Ahora ya es tarde”. Desde el principio, lo que escribió Ibsen hace 125 años pasa a ser rabiosamente presente. La pregunta nos salta a la cara desde hoy: ¿qué queremos de los hijos, cómo los criamos, cómo combinamos sus deseos con los nuestros, qué mundo les dejamos?

La responsabilidad, la nuestra, la de los adultos, para con las generaciones venideras: he ahí la cuestión. Asistimos hoy día a una lógica preocupación ecológica en nuestros jóvenes que bien podríamos haberla tenido nosotros. Para cuando ellos lleguen a los lugares de poder y decisión, quizás sea ya tarde. Por mucha conciencia que traigan –y eso es mérito colectivo nuestro también, siendo justos- les dejamos un planeta al borde del abismo, sin posibilidad de enmienda. Juan, el padre de Jesús, ha vivido retirado, dedicado por entero a la escritura de un tratado sobre la responsabilidad humana. De pronto, una epifanía interior le aparta de su empeño para pasar de la teoría a la práctica. Ha decidido por fin ocuparse de lo que nunca hizo: la educación de su hijo. Y llega tarde.

Su conflicto se cruza con el de Magda, la madre de Jesús. También con el de Eva, su hermana, íntimamente ligada al niño. Incluso con el de Ismael, un personaje amigo de la familia que está pasando unos días con ellos entre viaje y viaje, un alma solitaria que se dedica a invertir en construcciones costeras por todo el mundo. En Magda y Eva subyace la cuestión de la maternidad. Con Magda (la Rita de Ibsen) afloran las consecuencias de plegarse al mandato biológico y social de ser madre y esto, planteado a finales del siglo XIX, era un tanto revolucionario. ¿Desaparece la mujer para ser solo madre? ¿Se ha de ser madre a tiempo completo y no molestar los “nobles” quehaceres del otro progenitor, el padre? ¿Qué riesgos asume la mujer que decide posponer o abandonar definitivamente la decisión de ser madre? ¿Qué pasa con esas personas que tienen hijos solo para llenar el hueco de una existencia vacía?

Con el desarrollo del personaje de Eva asistimos, por otro lado, a la materialización de otra serie de temas. La fecundación in vitro, la gestación subrogada, la congelación de óvulos e incluso el aborto son cuestiones contemporáneas donde la ciencia y las éticas (en plural porque muchas de las controversias que se suscitan están contaminadas por sentimientos culturales y religiosos, que establecen sus propios esquemas morales) se dan de bruces y levantan polvaredas que entorpecen la reflexión pausada y racional sobre lo que el progreso humano tiene que decir en cuanto al curso habitual de la Naturaleza, sobre si asistimos a una sofisticación de la libre elección de la maternidad o se está pervirtiendo su condición natural.

Toda esta nebulosa confusa que hoy en día aporta más ruido que soluciones, tiene mucho que ver con la ocupación de la mujer de aquellos lugares que le estuvieron vetados y con las posibilidades que le otorgan estas nuevas posiciones sociales y personales. Y, finalmente, con la reacción de los que ven peligrar sus privilegios. Quizás Ibsen no era feminista según lo que entendemos y sabemos hoy, pero dejó constancia de algunos conflictos que, con los años, se han terminado instalando en el centro de la agenda feminista.

La obra de Ibsen y la acertada actualización de José Manuel Mora y Carlota Ferrer habla todavía de muchas más cosas. Lo que empieza con un melodrama nórdico de diálogo fluido acaba en drama existencial. Una de las palabras que más se repiten a lo largo del texto es HUECO. Todos los personajes tienen un hueco que llenar, un reflejo evidente de esta época compulsiva por la que el que más o el que menos camina con una carencia a cuestas, con vacío, sea de tiempo, sea de amor, sea de deseos. “Eso es porque hemos sustituido a dios por el psiquiatra –dice, tirando de metáfora extrema, Jose Manuel Mora-. La Madre de las Lágrimas (personaje del que ahora hablaremos) dice en un momento de la obra que a los niños hay que hablarles de la Naturaleza, de dios, de lo espiritual, porque si no, al final, terminan buscando una causa mayor que les dé sentido y terminan volviéndose fascistas, o del Opus Dei, como dice ella concretamente. No estoy diciendo ni mucho menos que la religión tenga que ser la solución, pero sí que digo que hay una parte espiritual en el hombre que, si no se trabaja, no se llena y termina generando un vacío. Y genera un vacío porque todo lo material tiene fecha de caducidad. ¿Soy lo que como? ¿Soy lo que compro? No. Buscamos causas a la desesperada y llenamos ese hueco con aventuras de riesgo, con sexo, alistándonos en Siria con los talibanes o teniendo hijos”.

Esa dimensión espiritual está ligada en este montaje a la Madre de las Lágrimas, que es una transformación de la Mujer de las Ratas del original ibseniano. Todo el cuento nacido de las viejas narraciones orales nórdicas sobre una mujer que, como Hamelin, llegaba a los pueblos para eliminar a los roedores y, con ellos, terminaba llevándose a los niños, es alterado para que sea el propio relato de una mujer intemporal el que acaba adormeciendo al pequeño Jesús y empujándolo a las aguas profundas del fiordo. Ella aparece, habla durante diez o quince minutos y se va. Todo su parlamento es obra de Mora y está escrito, con mucho sentido del humor, a la medida de la actriz que lo va a hacer, la insigne Verónica Forqué. Nadie como ella para encarnar esta dialéctica entre tristeza y felicidad, entre luz y oscuridad, que despliega ese personaje mítico y místico, de una mística contemporánea donde el inframundo se conecta con lo superior.

Todo esto sucederá en un escenario austero, casi minimalista, ya que Carlota Ferrer carga las acciones sobre los propios personajes, sin renunciar a sus habituales pasajes de danza y movimiento, marca de la casa. Pero no disimula un tono bergmaniano en su dirección, puesto que Bergman es un puente ineludible entre el teatro de Ibsen y el teatro de hoy. Él mismo montó a Ibsen y lo hizo derribando la losa naturalista, renovando el estereotipo temporal y abriendo la escena a nuevas posibilidades, probablemente lo que está buscando Ferrer, que consigue que las voces que callan al abandonar la escena perduren, que sigan vibrando en la ausencia.

Resta solo señalar una novedad más de esta versión respecto al original de Ibsen, quizás la novedad que hace esta tentativa más compleja y contradictoria. Mora y Ferrer han decidido introducir un personaje nuevo, una criada, una sombra que está siempre y no tiene más papel que el de estar ahí, en mitad de todos estos conflictos burgueses. “Esos seres que vemos –dice Mora- se preocupan por estas situaciones porque tienen sus necesidades básicas cubiertas, pero no sabemos si esta criada, que tiene que estar todo el día trabajando, se preguntaría lo mismo y del mismo modo. Es muy interesante que las obras puedan tener un elemento que las ponga en riesgo, que ponga en riesgo incluso el propio sistema de la pieza”.

Antes de que los guardianes de la pureza salten de sus asientos ofendidos por el ultraje a Ibsen, digamos para concluir que el teatro escrito hace 10, 100 o 1000 años no son las sagradas escrituras. “Concibo esta versión como un diálogo entre el texto de Ibsen y lo que yo pienso. Es como si el texto de Ibsen fuera un espejo en el que mirarme. No estamos sometidos al texto de Ibsen, no hay una relación jerárquica del texto de Ibsen hacia nosotros, lo cual no significa que no haya respeto. Es una relación horizontal, de igual a igual. Nos interesa esta obra, nos proporciona muchas preguntas sin respuesta e intervenimos en ella desde el presente”, sentencia Mora. Ahora le toca a usted, respetable espectador/a, jugar este juego de espejos y dejarse tocar por su propio reflejo condicionado.