Reportaje: Mammón o el poder del fake

Publicado en Revista Godot el 7 de enero de 2020

 

Igual lo de enfants terribles les hace risa. Nunca se sabe con Nao Albet y Marcel Borràs, pareja artística que viene poniendo patas arriba los teatros desde hace 10 años, de Barcelona para el mundo. Mammón, su octava maravilla, vuelve a los Teatros del Canal tras la gran acogida de hace dos temporadas, de nuevo con Irene Escolar y Ricardo Gómez en el reparto acompañando a los dos creadores de la criatura y al enorme Manel Sans.

 

Cero prejuicios. Cero autocensura. Cero respeto a los símbolos. Cero apego a lo sagrado. Son generadores de imágenes que, en nuestra época, solo pueden surgir de la combinación de iconos desimantados; fabrican símbolos nuevos a base de crear escena libre y radical. Cero miedo. Cero solemnidad. Cero reverencia. Son animadores de neo tótems que, en nuestra época, solo pueden nacer de la mística pop, la ascética pop, la apropiación pop. Cuando haces pop ya no hay stop. Cero contemplativo. Nunca negativo, siempre positivo.

Pero esta gente hace teatro, ojo, esto que inventaron los griegos two and a half millennial ago. Llevan nueve montajes. Mammón es el octavo. Se llaman Nao Albet y Marcel Borràs. Nao y Marcel, a.k.a. “cuando uno tiene una idea muy burra el otro se empalma”. ¿Qué pasó con Mammón? Poner de acuerdo a políticos, artistas, enfermeras, periodistas, poetas, filólogos, economistas, catalanes, madrileños, franceses, cineastas, taxistas y funcionarios está al alcance de muy pocos. Público y crítica rendidos ante otro fenómeno teatral catalán, ciclón Mammón. Aquello que   puso en marcha Àlex Rigola en Barcelona en la primera década de nuestro siglo, Radicals Lliure, dio uno de sus mejores frutos con estos dos.

El estreno en Madrid ocurrió hace dos temporadas. Una ensordecedora demanda los trae de nuevo aquí. Hay una generación que, dicen, no va al teatro. Por generación entiendo gente que busca en el teatro un puñetazo de frescura y cero complacencia. En esa generación puede haber gente de 15 y de 75. Esa generación es capaz de reconciliarse con un arte que -saben- tiene la capacidad que casi ningún otro tiene de ponerte en solfa las constantes vitales. Mammón es una de esas obras. Viéndola, te sientes uno de aquellos locos que, escudriñando una batea con agua y gravilla, con el agua del río hasta las rodillas, encontraban una pepita de oro puro y se echaban a llorar de emoción y cansancio.

Oro. Sinónimo de riqueza. De abundancia. De ambición. O de avaricia. “Mammón, que en arameo significa ‘riqueza’ y en hebreo ‘tesoro’, es para los cristianos el diablo de la avaricia y era para los fenicios el Dios de la bonanza. El relato mitológico de esta figura nos servirá para abordar la cuestión de la actual Siria, un país inmerso en una de las guerras más crueles de nuestro siglo”. Esto dice la sinopsis redactada por Nao y Marcel. Y sí, la cosa empieza con un viaje a Siria, algo de dinero ahorrado y una ambición rota. Primera reflexión: cómo usar el dinero, el propio y el ajeno, para crear y reflexionar, o dicho en pasoliniano, organizar y transhumanar, trascender lo humano a través del arte y elevarlo. Y entonces, primer giro loco de guión. Nos vamos a Las Vegas.

Las Vegas es sinónimo de inmoralidad y dinero, que no siempre tienen por qué ir de la mano. ¿Qué relación tenemos con el dinero? He aquí la cuestión central de esta road movie teatral que empieza en el compromiso y acaba en el desafuero. Desde el minuto uno, las convenciones saltan por los aires y el espectador es invitado a un juego que regatea con la información, con la realidad y la ficción, con personajes presentes y ausentes, con el pasado y el presente, con el dispositivo de vídeo en directo y con la imaginación. Se reflexiona sobre cómo los hombres y las mujeres son devorados/as por la corrupción cuando se traspasan ciertos límites, cuando somos presas de los excesos, y el montaje cae mismamente por un agujero de excesos que, en realidad, nunca se desborda porque está muy bien atado dramatúrgicamente, a pesar de que uno siente estar viviendo una locura imposible y no hay forma de adivinar qué pasará en la escena siguiente.

Cincuenta por ciento avaricia, cincuenta por ciento ambición. Cincuenta por ciento vicio, cincuenta por ciento virtud. Cero pretenciosidad. Querrán llevarse escenas a casa para enmarcarlas. Se ha dicho muchas veces que una partida de póker es puro teatro, pero aquí se alcanzan cotas inimaginables con esta combinación. Deja un poso imborrable. Como lo deja el quinteto protagonista, donde junto a Nao y Marcel están una excelsa Irene Escolar, un rotundo Manel Sans y un sorprendente Ricardo Gómez. Interpretaciones memorables todas ellas.

Post-postmoderno, sesentero, noventero y actual, gamberro y prestidigitador, solemne y cómico, tanto que no sabes si tomártelo en serio o no, este montaje explota como un huevo cósmico a las primeras de cambio y se expande como un universo en el que todo orbita en torno a una idea cambiante del ser humano, una idea básica, primigenia, a la que todo vuelve finalmente: el hombre y la mujer son -somos- capaces de lo mejor y de lo peor.