Crítica: Como si pasara un tren

Publicado en TimeOut Madrid el 18 de agosto de 2014

Si te gusta ese cine argentino de pequeños conflictos familiares, enfocado en los trabajos actorales, donde aparentemente no pasa nada y pasa todo, te va a gustar Como si pasara un tren. Se me viene a la cabeza aquella obra maestra de Adolfo Aristarain, Un lugar en el mundo, donde la llegada de un personaje externo viene a dinamitar las rutinas y a propiciar un cambio irreversible en las personas y en las relaciones. En este caso, la joven Valeria (Marina Salas) llega desde la capital a una ciudad de provincias, para pasar una temporada en casa de la tía Susana (María Morales), que vive con su hijo Juan Ignacio (Carlos Guerrero). El chico tiene un retraso madurativo y Susana se ha ocupado sola de él desde que, siendo muy pequeño, el padre les abandonó. Valeria y Juan Ignacio tienen una edad parecida, pero la distancia es abismal… o quizás no tanto.

Como si pasara un tren es el estreno en España de Lorena Romanín, una joven actriz, dramaturga y guionista que llega a nuestros escenarios de la mano de la también argentina Adriana Roffi, que ha dirigido la obra con una increíble minuciosidad. No hay nada improvisado, pero hace que lo que ocurre sea de una veracidad apabullante. Lo que en manos de un director mediocre hubiera sido una pieza anodina y efímera, gracias a Roffi alcanza una considerable altura teatral y se estampa con fuerza en el corazón de los espectadores. En eso tiene mucho que ver también la terna actoral, por supuesto. Juntos, consiguen que asistamos a una obra de teatro para compartir un trozo de vida de tres seres que podrían ser cualquiera de nosotros, los acompañamos más que presenciarlos desde fuera, nos acogen en su rutina y nos brindan sus carencias y sus conquistas, sus miedos y sus resistencias, sus lágrimas y sus alegrías.

Carlos Guerrero se destapa aquí como un actor sensato que calcula muy bien cómo encarnar a un chico con dificultades para desembocar en el mundo adulto. Podría caer en la caricatura y no lo hace. Podría caer en la sensiblería y tampoco. Lo que le ocurre a su personaje tiene mucho que ver con su madre, Susana, que de pronto, con la llegada de Valeria (excepcional también Marina Salas), se enfrenta a ese momento crucial en el que en su interior se libra la batalla entre el miedo y la angustia, por un lado, y la confianza por otro. Es el momento de dejar volar solo y libre a su pajarito enjaulado. Ese clic que quizás sólo escucha ella, sale al exterior a través de los hipnóticos ojos de María Morales, una actriz llamada a hacer cosas muy grandes (este años ha sido nominada al Goya como Actriz Revelación por su papel en Todas las mujeres, de Mariano Barroso) que aquí sencillamente está perfecta. Transita con maestría a esa gran castradora que derrite su armazón ante lo evidente, dejando aflorar todas sus razones y redirigiéndolas hacia una nueva forma de relacionarse con su hijo y, por tanto, con el mundo y consigo misma.