Crítica: La bella de Amherst

Publicada en Time Out Madrid el 12 de diciembre de 2014

“Nunca sabemos cuan altos somos hasta que nos piden que nos levantemos. Entonces, si somos fieles al propósito, nuestra estatura alcanza los cielos.” Esta no es una frase de Pablo Iglesias, ni del líder de Podemos ni del histórico fundador del Partido Socialista, ni de ningún otro héroe revolucionario. Es una frase de Emily Dickinson, una poetisa americana de discreta existencia de cuyo nacimiento se cumplen ahora 185 años, una mujer que fue feminista antes de que existiera el feminismo. La compañía del Teatro Guindalera, una compañía familiar que cultiva la excelencia escénica, le homenajea con otra de esas exquisitas creaciones teatrales a las que nos tienen acostumbrados. Y lo hacen a través de un luminoso y esclarecedor monólogo en el que María Pastor vuelve a demostrar lo gran actriz que es, envuelta en una escenografía llena de símbolos y bajo la batuta, siempre pulcra y acertada, de Juan Pastor, su padre.

“Las palabras son mi vida.” La bella de Amherst (que es el pueblo de Massachusetts donde nació y vivió siempre Dickinson) es una mujer jovial hasta en la senectud, sabia desde casi su nacimiento, que repasa su vida enderezando el desorden que la rodea (plasmado en una serie de muebles y objetos volcados que ella va poniendo en pie). Porque el desorden es una imposición externa, una idea, un prejuicio de los que no entienden la vida de una mujer que vive sola y alegre, en comunión con la naturaleza que la rodea, poniéndole palabras a cada vuelo de una abeja, a cada hoja que cae en cada otoño. Una mujer que ha roto cadenas interiores para amar libremente desde dentro, aunque fuera no se materialice. Una mujer que mira con respeto pero con escepticismo los rigores católicos que ponen cauce a tantas vidas en su entorno, dictando los días y las pasiones. Su pasión son las palabras, la poesía, aunque sabe que todavía no ha llegado el tiempo en el que será valorada justamente. “Mi asunto es cantar; qué más da si nadie me escucha…”

Todo esto es lo que se va destilando de un relato hecho de retazos de una vida que María Pastor nos sirve con indeleble generosidad, con una riqueza de matices que dibujan atinadamente una personalidad que podría parecer simple. Pero en la generosidad y en la tolerancia de esta escritora secreta hay una inteligencia diáfana no exenta de contrariedades emocionales. Y todo esto, repito, se infiere de la interpretación de la actriz, porque hasta el día en que la vio, el que esto firma no sabía apenas nada de la tal Emily. La actriz desaparece, aunque el teatro le da la posibilidad de jugar con el público y decirles eso tan encantador de que cada uno de los espectadores, para ella, es un poema. Emily ama todo intensamente, porque todo se puede reducir a palabra. “Quítame todo, pero déjame el éxtasis.”

Palabra y acción. Eso es el teatro. Y aquí se presenta con todo su peso y toda su liviandad, por paradójico que suene. Eso es María Pastor. Eso es Emily, tan vital y soñadora, que juzga con aplomo lo que ocurre a su alrededor: “la guerra para mí es un lugar oblicuo, no la puedo comprender.” Confía hasta el final en sí misma, conoce a su poeta interior y le da rienda suelta, bendecida una madrugada por su padre, que la sorprende en su habitación escribiendo. ¿Qué es el éxito? ¿Hay que esperar a morir para que el mundo entienda lo importante que es tu obra? El teatro Guindalera está al borde de la desaparición. Los que toman decisiones ajenas al arte no deberían tener poder de influencia sobre el arte. Los que no sepan apreciar el arte, entender lo que significa una sala como esta, que cambien de lugar en el entramado funcionarial. Porque es una injusticia tremenda que un sitio así no pueda enseñar lo que hace tranquilamente. Tan injusto como que Emily Dickinson tenga que cumplir 185 años para que nos acordemos de ella.

La bella de Amherst