Crítica: La piedra oscura

Publicada en Time Out Madrid el 19 de enero de 2015

Si hay algo absolutamente opuesto a la guerra es el teatro, porque en el teatro el conflicto se resuelve con palabras. La acción las acompaña, sí, pero lo fundamental son las palabras. Ahora que, hay que saber juntarlas como las junta aquí Alberto Conejero, el autor, y hay que saber levantarlas del papel como aquí lo hace Pablo Messiez, el director, y hay que regalarles un lienzo adecuado como el que aquí ofrece Elisa Sanz, la escenógrafa. Y en tan solo una hora, una hora mágica e inolvidable, esa combinación de talento se materializa en una pequeña gran pieza teatral que indaga en el misterio del desencuentro humano que propicia las guerras. Y, andando el texto, el milagro del acercamiento y el alumbramiento del abrazo.

Los espectadores se sientan en butacas “vestidas” con camisas blancas manchadas de sangre. Los que auspiciaron la guerra (la Guerra Civil española, que es el telón de fondo en esta obra) quisieron “separar las sangres”, pero Messiez apuesta por unirlas, por hacernos sentir como público la espesura de la herida. Arranca la obra a ritmo de pasodoble marcial. Un joven rememora, ojos cerrados, sus tiempos en la banda tocando los platillos. Cuando abre los ojos, desgrana en un monólogo de ingenua fiereza la incomprensión. Los porqués le pican como chinches y se le adhieren a la piel como sanguijuelas. En el otro extremo del escenario, se intuye a un hombre magullado en la penumbra. Un suelo tiñoso y mugriento, sucio ajedrezado que, con su suciedad, borra los contrastes entre el blanco y el negro. Porque la vida no es blanco o negro y por eso las guerras son siempre un fracaso. Un fracaso de la humanidad entera.

Ese hombre que yace en el camastro carcelario es Rafael Rodríguez Rapún, secretario de la compañía La Barraca, compañero de Federico García Lorca. Rapún ha sido herido y hecho preso por el bando nacional. Su futuro no pinta bien. Hace un año fusilaron a Lorca. Quizás ahora le toque a él. Desde que despierta de su letargo quiere saber dónde está, cuál ha sido y cuál será su suerte, pero su carcelero, el joven de los platillos, no quiere hablar, sólo cumplir el protocolo que le han dictado. Rapún insiste en preguntar. Él sabe que la palabra aproxima, rompe barreras y diques, y es el invento humano que nos diferencia de los animales. También la guerra es un invento humano, pero esa nos acerca a la vida salvaje. Ese tira y afloja se desarrolla en escenas cortas que tensan y destensan, acercan y alejan. La guerra reducida a dos seres opuestos con un rumor de mar bravo de fondo, donde los silencios tienen tanto peso como las conversaciones.

Hemos hablado arriba de autor, director y escenógrafa. Sobresalientes aquí. Pero La piedra oscura (título de una obra perdida de Lorca) no sería una pieza tan magistral sin sus dos actores. Daniel Grao tiene la parte pasiva, digamos. Parece que no hiciera nada, porque a penas puede moverse, pero su voz y sus ojos hacen un trabajo portentoso para derribar muros y atraer a su carcelero, que termina siendo su confesor, su albacea moral y hasta su amigo. Enfrente tiene a un descomunal Nacho Sánchez, que es aquí la clave, la pieza más importante del puzzle. Tiene la verdad enérgica de un Luis Tosar.  Borda la ingenuidad tierna de trasfondo manipulador, le da una pátina de rezo a esas frases que repite sin saber lo que dice, porque es lo que ha oído a sus superiores, demostrando lo peligrosa que es la ignorancia de una manera sutilísima. Y hay un tercer personaje, a mi juicio, que es el propio García Lorca, personaje ausente habitando cada momento. La sombra de Federico aquí y allí para enarbolar la bandera de la poesía contra la opresión. Desde agosto de 1936, somos muchos los que, parafraseando a Rapún, vivimos con ganas constantes de Federico, con necesidad de Federico y hasta con ansiedad de Federico.

La Piedra Oscura