Crítica: Todo el tiempo del mundo

Publicada en Revista Godot en noviembre de 2016

Sé que no es la forma más ortodoxa, pero suelo escribir mis críticas, casi siempre, desde el estómago. No tanto como parte del aparato digestivo, sino como cerebro emocional. Viendo Todo el tiempo del mundo sentí retorcerse mi estómago como nunca lo había sentido. Más allá de las implicaciones sentimentales que entran en juego por mi relación personal con los miembros del equipo creativo de esta obra, hay algo en el texto de Pablo Messiez, en la historia de su abuelo que lo inspira y en la interpretación de Íñigo Rodríguez-Claro y de María Morales (y del resto), que me ha dejado un poso de amargura existencial, de náusea sartreana, que pugna en el cerebro racional por asirse a un pensamiento elaborado y con cimientos. Y no, no lo consigue, la sensación sigue caminando en terreno blando, en la poesía movediza, en la hondura de la inconsciencia.

Supongo que esto ocurre cuando te pones a darle vueltas al Ser en el Tiempo. Hay que escoger muy bien las palabras que se usan. Acomodarlas a los significados. Huir de la aleatoriedad. Este trabajo preciso acaba por pulsar las teclas justas en el espectador. Pero como siempre pasa, la recepción de una obra de arte es subjetiva. Lo que a unos conmueve, a otros asusta. Lo que a unos divierte, a otros enternece. Parece fácil viendo la función. Se diría que Messiez frasea con sencillez y los actores hacen fluir ese caudal sin meandros violentos, sin riscos pedregosos, sin saltos vertiginosos. No, la sencillez no es fácil, requiere un compromiso de todo un equipo que destila a un tiempo, que pule en comunión, que no deja nada para después. Solo esos pies caben en esos zapatos. Solo esos zapatos, y no otros, pueden dejar esa huella.

Messiez ha escrito una declaración de amor a los lugares comunes. El Tiempo es el más vasto de ellos. Ha escrito sobre el Ser y el Tiempo troceando el Ser (Flores) y despedazando su cronología, su forma de medir el Tiempo, que es la de todos, la que nos hemos dado para no vernos sumidos en el caos de una existencia que, en términos puramente físicos, es caótica. Nosotros queremos ordenarla, pero el universo no dejar de expandirse. Nosotros queremos vivir, pero nos vamos muriendo. Lugares comunes. Es en la soledad cuando nos atacan todos los fantasmas de la existencia, cuando tomamos consciencia de nuestra pequeñez y nuestra finitud. En la soledad reverberan los ecos de la memoria, único y caprichoso asidero que nos mantiene a flote. El amor es el único antídoto para la soledad. La poesía es su cauce.

Todo el tiempo del mundo es, pues, un sencillo cuento lleno de poesía sobre el Amor y la Memoria que salvan al Ser del Tiempo, de su Soledad en la Vida. Adopta la forma de un universo pequeño que proyecta el Universo todo, con una estrella en el centro. El Pasado y el Futuro, en tanto que invenciones humanas, se entremezclan a capricho para armar un solo Presente, ni siquiera el de Flores, ni siquiera el de Nené, que ya son personajes totémicos. Se arma cada tarde el Presente de cada espectador, porque cada espectador, durante una hora y media, es Flores, la Soledad, o es Nené, el Amor que ha de salvarle.

De todas estas frases, seguramente imprecisas, está hecha mi sensación al terminar de ver la obra. Aplaudo despacio. Mastico las palabras que he ido escuchando. Me descubro lleno de admiración ante cada uno de los actores y actrices que han sido capaces de llevarlo a escena porque, cada uno en su órbita, lejos de ser un amasijo de cuerpos y voces, son esferas perfectas y pulidas que discurren con la armonía de lo que es, no de lo que tiene que ser. Astrofísica teatral. Generosos, divertidos, agraciados, indulgentes, poderosos, emotivos, virtuosos, sorprendentes, rigurosos… podría seguir adjetivando hasta la extenuación y no haría justicia al trabajo de todo un equipo que camina hacia un mismo propósito con una determinación inquebrantable. Un equipo al que se suman desde los productores hasta los técnicos, con la inestimable aportación de Elisa Sanz y Paula Castellano en la escenografía y el vestuario, y Paloma Parra en las luces.

Decir que es un montaje bien dirigido es casi no decir nada a estas alturas, porque es un lugar común. Pero en este caso es muy cierto. Son palabras que vuelven a colmarse de su significado. Bien escrito. Bien dirigido. Bien concebido. Bien dicho. Bien vivido por el que recibe, en su butaca, la espuela del Teatro mayúsculo, el acicate de un pensamiento nacido al calor de las emociones. Cimiento resquebrajado, al borde del abismo del Ser, el testigo de esta obra, el testigo voluntarioso, ha de asomarse a la Nada si quiere aprehender el Todo de Todo el tiempo del mundo. Será, como le ocurre a Flores, un nuevo nacimiento. Son muy pocas las obras –obras maestras- que acomodan en uno mismo un nuevo espectador, que matan algo de quien ibas siendo y hacen nacer algo de lo que serás. Esta es una de ellas. Gracias. Gracias Pablo, Íñigo, María, Carlota, Javi, Rebeca, Mikele, Jota, Patiño, Jordi, Paloma, Aitor, Elisa, Paula. Gracias.