Las cosas que sé que son verdad

Programa de mano para Teatros del Canal, publicado en noviembre de 2019

 

Sé que es verdad que esto no va a parecer un programa de mano, no parece el texto que uno suele encontrarse en un programa de mano. Pero lo es. Tampoco esta obra es una obra de teatro de texto, realista, que recoge los frutos tardíos de Chéjov y Arthur Miller. Pero lo es. No podríamos encuadrar el montaje bajo el paraguas de las artes vivas, pero le debe mucho a las artes vivas (y a los huevos revueltos, si se me permite una broma que se entenderá durante la función… o no).

Sé que es verdad que no encontrarás aquí, amable espectador o espectadora, una sinopsis de la obra. Esto no es una sinopsis, es una cebolla, por lo de las capas. También podría ser una rosa, por lo de los pétalos. Igual es mejor que sigas leyendo una vez acabe la función. Sé que esta obra es criatura rizomática, tuberculosa, fractal, infinita hasta que se toca el corazón. Como cualquier cebolla. Como cualquier rosa. Volveremos sobre ellas, sobre las rosas.

¿Existe la clase media? Marx la situó en un lugar residual, esa pequeña burguesía que mira hacia la clase obrera con recelo y hacia la clase alta con envidia disfrazada de admiración. En la clase media se tuerce el gesto ante el orgullo obrero. El neoliberalismo de finales del siglo XX y principios del XXI la ha elevado a los altares sociales -a la clase media-, hasta extender el bulo de que todo es clase media, y ha demonizado a la clase trabajadora. Como si las clases medias no estuviesen plagadas de trabajadorxs. Pero ahí se ha impulsado esa cosa, el emprendimiento, la autonomía, trabaja para ti, olvídate del colectivo, desapúntate del sindicato, total, pa qué. Sindícate contigo. Explótate tú mismo.

¿Por qué hablo de Marx y de lucha de clases? Porque Andrew Bovell, el australiano autor de Cosas que sé que son verdad, no esconde su filiación marxista ni que el materialismo histórico forma parte de su caja de herramientas dramatúrgicas. Su campo de pruebas, tanto en esta obra como en la otra suya que pudimos ver hace unos años en Naves Matadero, Cuando deje de llover, es la familia.

La familia. El núcleo humano por excelencia, donde los azares del destino reúnen posibilidades de ser individuo que entran en conflicto con las posibilidades de ser en sociedad. Esta familia australiana de la obra, la formada por el padre, la madre y los cuatro hijos (dos chicas y dos chicos) es una y son muchas. Surge en las Antípodas, pero podría ser una familia del sector 3 de Getafe.

Infraestructura. Estructura. Superestructura. Ello. Yo. Súper yo. Podríamos creer superadas las teorías marxistas y las interpretaciones freudianas. Pero lo que sucede a nivel social se reproduce a nivel individual y viceversa. En la familia de Bob (Julio Vélez) y Fran (Verónica Forqué) hay una infraestructura que quiere verse superada, manteniendo el ello (lo instintivo, lo que está más adherido al deseo real) de cada uno a raya. Pero el yo y la estructura están sometidos a un súper yo y a una superestructura para que nada cambie realmente, hasta que el ello toma posiciones y lo resquebraja todo. Lo individual incide en lo social y viceversa. Este párrafo es raro, lo sé. La cosa es que hay algo podrido en la eterna cadena vital, la distancia entre los padres y los hijos, pareciendo la normal, se revela abismal.

Esta obra tiene un poco de fábula ejemplarizante brechtiana, aunque no se distancia tanto emocionalmente como una Santa Juana de los Mataderos, por citar una del genio alemán que me viene al pelo. Tiene otro poco de auto sacramental, porque aunque los seis personajes de la función están perfilados, facetados y matizados, hay en ellos una aspiración alegórica, incluso podría decirse que varias alegorías conviven dentro de cada uno de ellos. Sea como sea, y como la define el director de la propuesta, Julián Fuentes Reta, es una alegoría hiperrealista. Las alegorías ya no son aquellas piezas de caracteres inamovibles, símbolos rotundos que nos habían de enseñar las cuatro esquinas del vicio y la virtud. Las alegorías hoy han echado raíces rizomáticas y todo se ha vuelto mucho más complejo ahí abajo, en el sustrato de los significados.

El tiempo hace la historia. Pasan cuatro estaciones y, de repente, todo se ha dado la vuelta. Cambia, todo cambia, cantaba Mercedes Sosa. Pero en ese transcurrir de los meses, Andrew Bovell es capaz de disparar con una rabia intacta, la rabia punk de un escritor marxista australiano de 60 años, la rabia punk de los que fueron jóvenes en los 70 del siglo XX, la rabia que hoy se ha descafeinado tanto que nos quieren hacer creer que aquel espíritu está en el trap. Esta rabia está preñada de ideas que nos incomodan. Incomodar por las ideas está al alcance de muy pocas gentes. El trap, como mucho, incomoda por su nihilismo. También está en esta obra el nihilismo, el nihilismo como resaca de la corrupción.

Todo esto que estáis leyendo aquí, impresiones personalísimas, es agua destilada. Capas que le voy quitando a la cebolla. Pétalos que caen de la rosa mientras voy deshojando los pensamientos que asaltan. Pero esto es una obra de teatro, en su planteamiento dramatúrgico un tanto clásica, con aparentes unidad de acción, de tiempo y de espacio. Con picos de intensidad y con un final inesperado. “Don’t forget: we are entertainers”, le dijo Andrew a Julián. The show must go on. Así son los anglosajones. Te cascan las mayores problemáticas sociales en los mejores artefactos escénicos (cómo no mentar aquí a Ken Loach).

En este artefacto escénico, se abordan la cuestión del género y del poder intrafamiliar; la fina línea entre los padres desubicados y los padres fascistas (léase autoritarios en exceso); la violencia; la masculinidad y la feminidad; la educación (nos hemos matado a trabajar para daros estudios y así nos lo pagáis… ¿os suena a los de clase media baja?). No es siempre así –menos mal- pero parece que los obreros de ayer tienen los nietos fascistas de mañana. Más temas que se deslizan de Cosas que sé que son verdad: ser padres hoy (temazo). El patriarcado bueno y el patriarcado malo, como el colesterol. Etcétera.

La opción formal, poética, tomada por Fuentes Reta y su equipo para contener todo este abrupto realismo (porque un montaje igualmente realista sería una invitación directa a cortarnos las venas), se ha centrado en la disposición espacial y los elementos vegetales. Se trabaja sobre un cuadrado –el público a cuatro bandas- como geometría rígida (algo también muy simbólico si pensamos en la familia tradicional) y todo sucede en ese jardín que consume las horas de Bob en estos años ya de su jubilación. Allí cuida sus rosales, con sus rosas y sus pinchos, afanado en mantener a toda costa un jardín del edén extremadamente cuidado y sin espacio para el caos de la vegetación dispersa. Un jardín uterino cuidado igual que los aristotélicos cuidan las historias “normales” frente al caos de la realidad. Otra sutileza del autor que el director ha creído conveniente subrayar.

Julián Fuentes Reta se puede erigir, sin lugar a la duda, como descubridor para el teatro español de Andrew Bovell. Sólo él le ha montado en español y solo él lo ha hecho en Europa (con excepción de algún montaje aislado en Reino Unido). Parte del equipo que estuvo en la muy bien recordada Cuando deje de llover (tres Premios Max en 2015, entre ellos Mejor Espectáculo Teatral de la temporada), se reencuentra aquí. Y Bovell está escribiendo una obra sobre nuestra historia, la española, la del siglo XX, desde Australia, que será la tercera colaboración del tándem y que promete ser un tsunami.