La mina

Le ocurrió que, al abrir los ojos, vio como su familia y amigos abandonaban el cementerio como un pelotón. Al principio caminó confuso hacia ellos. Levantó una mano y gritó. Y corrió. Y tocó, empujó, zarandeó y pateó. Y nada. Nadie se daba por aludido. Entonces se acercó a su madre y le acarició la mejilla. Su madre se detuvo en un suspiro. Sus ojos le buscaban. Sabía que su hijo estaba allí. Pero los ojos se volvieron a encharcar y ella se volvió a perder entre la comitiva fúnebre. A él le dio por sentarse en mitad de la calzada y cruzarse de piernas. No entendía nada. O sí. Le asaltó la certeza, como suele decirse.

 

Se puso a caminar por la avenida, pegado al viejo muro del cementerio. De cuando en cuando, una persona se cruzaba en su deambular. Él se detenía y esperaba. Seguía con la vista cómo se acercaba esa persona, cómo esa persona pasaba a su altura. Y tanto se acercaba que podía almacenar un instante los olores de las personas. Y tanta gente terminó aspirando, que empezó a organizar un sistema de clasificación de aromas. Pero no eran aromas a canela, a rosa mosqueta o a jazmín. No eran perfumes, sino olores orgánicos. No, tampoco hablo de sudor u orines. Lo que empezaba a comprender era que las emociones también huelen. Son aromas complicados para los que cabría establecer léxicos nuevos. La diversión huele doble, intensa y arrasadora. La preocupación huele a neón que parpadea y es fría como la nieve. Se enrosca. Como la excitación. Tan lejanas la preocupación y la excitación, y resulta que ambas se enroscan. La preocupación hace pompas que se elevan como globos con signos de interrogación. La excitación hace burbujas que estallan en gotas que estallan en gritos de lombriz. Un montón de gritos de lombriz hacen un orgasmo. Pero el orgasmo es difícil olerlo en mitad de la calle. Para eso habría que plantarse frente al viandante y esperar el contacto. Y así lo hizo él. Y le ocurrió que, mientras se sentía atravesado por la persona en cuestión, sintió como ésta se azoraba en un estremecimiento con un vago olor a muerte. No puede ser que el orgasmo tenga un vago olor a muerte. O sí. Otra certeza.

 

Como no dejó de bordear el cementerio pegado al muro, volvió al punto de partida. Lo que es la vida, lo que es la muerte. Pensó que debía volver dentro, que allí encontraría un lugar para estar. Al lado de un puesto de flores cerrado, había un hombre. Un vagabundo. Un vagabundo que olía a flores cerradas. Le ocurrió que, al acercarse a él, las fosas nasales se le impregnaron de un desasosegante hedor a desgracia. La desgracia huele a orquídeas secas y a bengalas mojadas por olas del Índico. El hombre, el vagabundo, olía a alcohol, sin más. Pero borracho y todo, justo cuando lo tenía delante, levantó una mano y pidió un abrazo. Amigo, dame un abrazo, decía. ¿Pero puedes verme? Amigo, dame un abrazo. Y el hombre vagabundo borracho se puso a temblar y a llorar y a temblar más y a llorar más y no tuvo alternativa. Lo abrazó. Casi se diría que lo acunó. Y el borracho dijo gracias y se echó a reír como una bruja. La risa de bruja yo diría que huele a carne de culebra de pantano, a ojo de tritón y a pata de rana, a cabello de murciélago, etc. Lo bello es feo y feo lo que es bello. Macbeth. El borracho dijo: gracias, ya eres parte de mi delirio. Es un buen trabajo para los muertos. ¿Y por qué no puedo trabajar en otra cosa, abrazando, por ejemplo? ¿Por qué no puedo trabajar tocando a los vivos, acariciándolos, eh, por qué? Pero el borracho mantuvo su boca cerrada. ¿No me oyes? Repetía él con impaciencia. ¿No me oyes? ¿No me oyes? Y el borracho que parecía haberse muerto.

 

Ya se había alejado, cabizbajo y pensativo, unas decenas de metros del hombre vagabundo borracho. Pero aquello no era una certeza. No olía como las otras certezas, a polvo de teja o a piedra erosionada. De nuevo frente al vagabundo, aunque tampoco era necesario interlocutor alguno, dijo que se negaba, que no, que no le hacía ni puta gracia trabajar en eso, ¡en delirios de borracho! Que no, hombre, que no. Como un cocodrilo que asoma el morro entre las aguas turbias, el borracho acertó a fabricar una frase entre toses y esputos. Los muertos pueden trabajar en muchas más cosas, pero lo uno te lleva a lo otro… y así.

 

-       De todas formas, dijo el vagabundo, en estos barrios sólo vas a encontrar trabajos parecidos al delirio de un borracho.

-       ¿Cómo cuales?

-       No sé… últimamente buscan gente para voces de psicótico.

-       Para el caso…

-       Y hay uno que está muy bien pagado.

-       ¿Cuál?

-       Vigilante de inconscientes. Te pasas el día dándole martillazos a los instintos más bajos para que vuelvan a sus rincones.

-       Suena estresante.

-       Sí, pero paga el gobierno y eso siempre…

 

Se decidió, en un principio, por intentar trabajar como voz interior de un esquizofrénico. Siguiendo unas indicaciones del borracho, caminó en dirección al río. No tardó en divisar un ser diminuto que hacía montones de arena hasta darles una forma perfectamente cónica. La perfección huele a Partenón quemado. Cuando los había ultimado, pegaba su índice a la cúspide del cono y, en un movimiento calculado, hundía el dedo hasta derrumbar la torre. Luego levantaba otro cono y, al terminarlo, lo arrasaba con el mismo procedimiento. Luego levantaba otro cono y lo destrozaba igual. La obsesión huele fuerte, como una nota grave al piano. Huele a lengua por la que acaba de pasar un grito. Le ocurrió que, al tocar levemente el hombro del muchacho enjuto, éste se volvió con fiereza y, tras mirarlo fijamente unos segundos, echó a correr con las manos tapándose los oídos. ¡Espera! Le gritó. ¡Espérame! Le persiguió hasta que casi se perdieron entre la maleza que poblaba el cauce del río debajo del gran puente que lleva al cementerio. Empezó a notar el suelo resbaladizo y húmedo y terminó por verse rodeado de fango. El muchacho se había detenido unos metros más adelante y le observaba. ¿Qué quieres? Preguntó el chico. Hacerte compañía, le respondió él sin saber muy bien de dónde salían aquellas palabras. Vale, dijo el niño.

 

Pero el niño, chico, muchacho enjuto o ser diminuto, que nunca terminaba por tener una apariencia clara, no parecía muy contento con la idea de tenerle siempre cerca. Daba pena. No le gustaba nada ver la mirada triste y perdida del pequeño. Quizás no valía para aquel trabajo. Él se sabía con un talento que descubrió cuando acarició la mejilla de su madre. Un talento para dar calor y cariño a las personas que se sienten solas. Esas personas lo necesitan y, cuando lo reciben, saben disfrutarlo. Con esa convicción salió del río y volvió de nuevo a las calles, dispuesto a ofrecer su talento a todo aquel que pareciera solicitarlo. Anduvo sin rumbo, esperando una señal de los vivos para actuar. Pero lo único que obtenía eran ladridos de perro. Entonces apretaba el paso para alejarse de las inquisitoriales miradas caninas. Pero le ocurrió que, en una de estas, se le plantó delante uno de esos perros pequeños y castaños, de esos que tienen los ojos camuflados tras largos flequillos. El perro ladraba pero no asustaba. Tras él llegó una chica alta y morena, nariz judía, enormes ojos almendrados de un verde ambarino. ¿Por qué ladras? Decía ella en tono jocoso. Y el animal seguía lanzando sus diatribas. Y él acercó una mano hasta el lomo del perrillo y logró calmarlo. Y ella hizo lo mismo y se estremeció al rozar su mano con lo que parecía otra mano. Hay un miedo implacablemente atractivo en las mujeres que huele a helecho tropical y a telaraña de seda venenosa. Él puso una mano sobre el hombro izquierdo de la chica. Ella entreabrió la boca y tragó saliva. Él deslizó los dedos por el brazo y toda la carne se erizó y todo el esqueleto se paralizó y toda la sangre se remansó en lugares estratégicos. La satisfacción de muerto no huele, pero existe. Una amarga certeza.

 

Para cuando la lágrima se deslizó sobre las mejillas de la chica, él ya se había alejado hasta casi ser una mota de polvo al fondo de la calle. Sólo el perro podía verle todavía. De pronto, alguien le habló. Sabía que era a él a quien hablaban porque entre los muertos las voces llegan en frecuencias distintas. ¿Vas al casino? Oyó que le decían, quizás una mujer. ¿Al casino? ¿Quién eres? ¿Por qué no puedo verte y sí oírte? Estoy aquí, delante de ti. Y si quieres, te acompañaré al casino. He sido durante años la suerte de muchos torturados por la codicia. Ah, la codicia, esa madeja de olores diversos, una aleación de aromas cuya alquimia es siempre sinónimo de derrota. Así que has trabajado en los casinos. Sí, dando suerte. Es un buen trabajo para un muerto, ¿no crees? Lo malo es que para darle suerte a unos hay que quitársela a otros. Por eso terminé por dejarlo. Pero tú puedes probarlo, a lo mejor te gusta. ¿Ya tienes trabajo? No, pero no entiendo por qué hay que tener un trabajo, todo el mundo se empeña en lo mismo. Quizás deberías probar las fábricas del exterior, le dijo la mujer de la suerte.

 

En las afueras de una ciudad como ésta, que surgió y creció en medio de un páramo, el páramo seguía ahí, tomado por infinidad de naves industriales que, como aquellas primeras de la revolución inglesa, recortaban el cielo con sus cubiertas en forma de sierra. Además de recortarlo, lo adornaban con humos y humores diversos. De las fábricas más cercanas, por ejemplo, salían humos de un blanco de nube algodonada. Eran las fábricas de optimismo. En las fábricas de optimismo trabajaban multitudes inmensas. Trabajaban a un ritmo atroz, pero los trabajadores siempre tenían problemas para llegar a fin de mes y hacían huelgas constantemente. Así que todo el optimismo almacenado se convertía en apenas unas horas en pesimismo gracias a no sé qué extraña reacción química. Ocurría lo mismo con las fábricas de ilusiones, las de coraje, las de agudeza. Al fondo los humos se oscurecían, lo mismo que los rostros de todos los que allí trabajaban. Fábricas de desprecio, de temeridad, de inquietud, de maledicencia. El parque industrial se partía en dos gracias a una gran avenida que lo cruzaba de norte a sur. Y estas dos mitades se dividían a su vez en otras dos cada una gracias a otra gran avenida perpendicular que dejaba en el centro un cruce de caminos estratégico ocupado por una gran torre con forma de faro de cuya base emanaban aromas místicos, sagrados, olores de fe y veneración divina. Tenía cuatro puertas en su base, mirando cada una a las cuatro calles que de allí nacían. Encima de cada una de las puertas, el lema Casa de psitacismo. Comúnmente se le conocía como la fábrica de religiones.

 

Absolutamente fascinado por aquella grandilocuencia, sintió una necesidad fervorosa de formar parte de aquella industria emotiva. Pasó un tiempo en las cadenas de montaje de la felicidad, pero esa era otra de las factorías con mayores alteraciones sindicales. Le hablaron de que era infinitamente más tranquilo el trabajo en los límites de aquel campus, en la periferia de la periferia, donde se manufacturaba la libertad, la auténtica libertad, aunque nadie se preocupaba por certificar su denominación de origen. Vivió un ambiente tosco y desalmado en los almacenes de odio y culpa. La vergüenza le dejó las fosas nasales fatalmente impregnadas con un olor a heces que le acompañó semanas, incluso meses. Ni la fábrica de asco se lo hizo pasar tan mal. Y le ocurrió que, tras dos jornadas en los cajones estanco unipersonales donde gente malhumorada fabricaba con meticulosidad la envidia, fue a quejarse y lo echaron por envidioso. No le costó nada tomar la decisión de cambiar de sector. Compasión, paz, confianza, seguridad, belleza, amor… Todas esas fábricas eran, finalmente, letanías seriadas de piezas frágiles y asépticas. Ninguno de estos productos eran gran cosa antes de pasar por la más grande de las fábricas del complejo. La fábrica de ganas.

 

La fábrica de ganas ocupaba prácticamente un sector entero. Conformaba un complejo en sí misma dentro del gran complejo industrial y en sus fronteras exteriores estaban las carreteras de circunvalación que él observaba a diario desde su puesto de trabajo, a través de unos grandes ventanales. Allí se trabajaba con luz natural y el ambiente no se alteraba a menudo. Lo que ocurría dentro era reflejo de lo que ocurría allá fuera, en las carreteras de circunvalación: no se detenía nunca la actividad, siempre funcionaban las máquinas igual que los coches nunca dejaban de recorrer el asfalto bacheado de la 30, la 40, la 50, la 60… Hasta donde alcanzaba la vista, vehículos de cuatro ruedas en busca de sus destinos diarios. Era monótono fabricar las ganas, las ganas de todos los consumidores de emociones que tanto habían proliferado en las últimas décadas. Es fácil decirlo: el negocio del siglo. De pronto le asaltó la certeza más nítida, más nítida incluso que cuando vio alejarse a su familia del cementerio. Saldría de allí, de la fábrica de ganas, del entorno industrial. Volvería a las calles de la ciudad y buscaría un lugar para establecerse. Un lugar para prosperar. Un lugar para ser alguien. Se le ocurrió que podría abrir una tienda de ganas, ahora que conocía todos los secretos de aquel inquietante producto. Así podría ganarse… ¿la vida? La prosperidad huele a leche caliente recién ordeñada. Tan preciada como indigesta.

 

El primer día fue todo un éxito. Había llenado las estanterías con cajas, botellas y latas. Entre el género de las ganas, las hay líquidas, como las ganas de trabajar, y las hay sólidas, como las ganas de dormir. Las hay esenciales, como las ganas de hablar, y las hay a granel, como las ganas de matar. Con el tiempo, consiguió dotar a su producto de algo que lo hacía único frente a la competencia. Los supo envolver de todos esos aromas que fue aprendiendo con el paso de los años. Para las ganas de ganar consiguió un perfume a base de madera de ballenero, garra de halcón y un toque de soberbia. Una pequeña modificación en la fórmula, con unas gotas de sensatez, le servía para las ganas de competir. Destilando vello genital de más de 100 especies de mamíferos, adornándolo con algunas flores venenosas, consiguió el molde perfecto para las ganas de copular. Su tienda empezó a conocerse más allá de los límites de la ciudad y, en ocasiones, llegaban clientes desde muy lejos, fascinados con la eficacia de sus productos. Su catálogo no dejaba de crecer: ganas de construir, ganas de satisfacer, ganas de agradar, incluso ganas de sufrir. Ganas de llorar y de reír. Ganas de servir. Uno de sus productos estrella eran, sin duda, las ganas de amar. Era lo más caro, era casi un lujo. Sin embargo, a nada que la gente lograba un pequeño excedente en su renta, corría a la tienda de ganas en busca de su preciado tesoro. Y le ocurrió que un día se presentó un funcionario y le advirtió de que, a partir de ese preciso instante, sus ganas de amar estaban gravadas por un impuesto.

 

-       ¿Por qué?

-       No sabría responderle.

-       Pues debería saber responderme.

-       Véndame usted unas pocas ganas de saber.

-       ¡No se ría de mí!

-       Nada más lejos de mi intención.

 

En medio de esta conversación con el funcionario, la puerta de la tienda se abrió y sonó la campanilla. Y siendo un sonido tan familiar ya, sonó sin embargo distinta aquella vez.

 

-       Buenas, dijo el hombre vagabundo borracho.

-       Yo te conozco, le espetó el tendero.

-       Es posible, respondió.

-       ¿De qué te conozco?

-       No soy yo quien tiene las respuestas.

-       Ni yo, dijo el funcionario.

-       Necesito algo que sólo tú me puedes vender, dijo el vagabundo.

-       ¿Qué es?, dijeron al unísono el tendero y el funcionario.

-       Ganas de vivir.

 

El desconsuelo huele a jirones de casaca y a plomo y a cuchillos oxidados. Nadie hasta entonces había hecho ese pedido. Nadie fabricaba ganas de vivir. Nadie se lo había planteado. ¿Por qué? ¿Por qué nadie tiene ganas de vivir aquí? ¿Por qué? Y fue el borracho, una vez más, el que le indicó el camino. Si quieres respuestas, tendrás que encontrarlas. ¿Dónde? En la mina. ¿En qué mina? Camina en dirección contraria, dijo el borracho. Cuando debas hacer una cosa, haz la contraria… y así. ¿Así? ¿Así llegaré a la mina? No lo sé. Y como su instinto le decía que debía quedarse en su tienda, pagar los impuestos y dejar pasar los días, salió disparado a la calle dejando allí absortos al funcionario, al borracho y a la puerta entreabierta de su comercio modélico. Y en la calle, donde nadie se pone a correr porque sí, sin motivo aparente, él se lanzó a la carrera como si persiguiera al mismo diablo para devolverle las llaves del infierno. Y como al acabarse el asfalto seguía corriendo, pronto la ciudad empezó a hacerse más pequeña en la retaguardia. Y lo que parecía un páramo de lejos, ahora era un relieve agresivo con fumarolas de humo negro y vegetación incómoda. Estaba oscureciendo cuando salió a un llano. Se detuvo, sacudió su ropa y, al mirar a su derecha, divisó una ladera y una fila de hombres y mujeres accediendo al interior de la mina. Se acercó a esa gente y preguntó que qué había que hacer para entrar. Nadie contestó. La indiferencia huele a mosca común africana y a lágrimas de ñu asustado. Se hizo uno con la masa y pronto se vio en el interior de una gran sala con planta en herradura y filas de asientos dispuestas en líneas paralelas. La gente se iba sentando en aquel inmenso patio de butacas y esperaba su turno para avanzar. Una fila, otra fila, otra más, hasta donde alcanzaba la vista filas y más filas. ¿Y cuánto se tarda en llegar? ¿Y a dónde se llega? ¿Y qué hay que hacer una vez se llega allí? Él preguntaba y preguntaba, pero nadie contestaba nada. Finalmente, oyó que alguien le decía: sólo hay que llegar. Allí están todas las respuestas.