Sopro

Programa de mano para los Teatros del Canal, publicado en mayo de 2019

 

Hace muchos, muchos años, los actores y actrices que se dedicaban al teatro podían guardar en su memoria decenas de obras. Las compañías de repertorio tenían un caudaloso catálogo de títulos que obligaba a los intérpretes a tener frescas y dispuestas siempre sus réplicas en un sinfín de textos. En otras ocasiones, representaban una pieza durante unos pocos días y en seguida había que empezar con las funciones de la siguiente, así durante todo el año. Actores y actrices a sueldo de los teatros. Y en todos los teatros, una figura fundamental para que todo aquel sistema no se viniera abajo: el apuntador.

Sopro es un homenaje al apuntador. Y es muchas más cosas. Un acto de amor y respeto. Una muestra inmensa de gratitud. Una reflexión sobre la vida y el teatro. Un poema escénico sobre la memoria (como ya lo fue By heart, montaje de Tiago Rodrigues anterior a este). Un viaje a las profundidades, a lo oscuro, a lo secreto, a lo discreto. Un llanto existencialista por la desaparición. Un emotivo adiós. Un hermoso canto de cisne que deviene en obra maestra.

La protagonista absoluta es Cristina Vidal, la última apuntadora del Teatro Nacional D. Maria II de Lisboa, ese edificio majestuoso con el que, si han paseado la capital portuguesa, se habrán topado más de una vez subiendo desde el río, al frente de la Praça do Rossio. Tiago Rodrigues la conoció en 2010. Cuatro años después se convirtió en director artístico del teatro, cargo que todavía desempeña, y su relación con Cristina Vidal se empezó a empapar de cercanía, ternura, recuerdo, emoción e intimidad. Tanto que terminó planteándole crear una pieza en torno a su trabajo y su memoria, una pieza en la que por fin ella iba a salir a la luz, en la que iba a abandonar su concha de apuntadora para pisar el escenario junto a los actores y las actrices.

Pero para una apuntadora, la visibilidad es contraria a su esencia. No iba a ser fácil convencerla. Animal de penumbras, de bastidores, de rincones, la apuntadora mira sin intervenir, respira las palabras de los intérpretes, pero su presencia no puede ni debe ser siquiera sospechada. Se pasa las noches con un libreto bajo sus ojos y una atención entrenada, una escucha dispuesta para detectar los “blancos” de los actuantes, esos apagones en el discurrir de la acción, esos agujeros espacio/temporales que suspenden la vida un momento, hasta que llega el soplo, el aliento, el murmullo divino de la apuntadora. Pequeñas muertes, minúsculas resurrecciones del verbo. Susurro al oído de los vivos desde la dimensión de los que nos ayudan, nos cuidan, nos quieren. A los que, sin embargo, la felicitación por su trabajo es un fracaso, porque el éxito es pasar desapercibidos.

Cristina Vidal llama al Teatro Nacional de Lisboa “mi teatro”. Lleva trabajando allí 40 años, desde los 21. Pero su primer contacto con él fue cuando tenía solo 5 años. Alguien la llevó y la metió en la concha del apuntador y desde allí vio su primera obra de teatro. Allí se enamoró. Allí vive desde entonces su día a día. Hasta su jubilación, que ya está próxima. Los actores y actrices siguen teniendo “blancos”, pero ahora están más entrenados para sortearlos y salir airosos. Y los muy mayores que lo necesitan, recurren al pinganillo. Y así es como el futuro se va convirtiendo en pasado, como ha pasado siempre. Y una vez pasado, lo miramos y nos ponemos románticos (y no solo porque Vidal comenzara a trabajar en “su” teatro un 14 de febrero de 1978). Pero hoy más que nunca, cuando parece que la Historia corre a una velocidad endiablada, cuando todo es efímero y pasa como los paisajes desde la ventana de un tren, es necesario ensalzar a esos guardianes de la memoria. Contra el vacío, contra el olvido: Sopro.

Lo que prepara Tiago Rodrigues en Sopro es una alucinación. Todo montaje teatral lo es al fin y al cabo. En un futuro cercano, vemos como de pronto revive un viejo teatro en ruinas. Entre las tablas de su escenario han crecido hierbas silvestres y las corrientes de aire se cuelan a través de –imaginamos- ventanales rotos y pasillos sin puertas. Ese viento está siempre presente en la escena, una leve brisa que agita los cortinajes que enmarcan la acción. “En el teatro, todos respiramos el mismo aire”, dice Cristina Vidal. Un aire compuesto por partículas de memoria y amor, lo demás poco importa. Un director de teatro (el propio Rodrigues, al que interpreta Vitor Roriz) visita a la apuntadora atrincherada en sus recuerdos (a la que da vida Beatriz Bras). Al concilio acuden otros actores. Y allí está ella, la mismísima Cristina Vidal, interpretándose a sí misma. O sea, siendo. Si ella late, el teatro vuelve a latir.

El Misántropo de Molière, Las tres hermanas de Chéjov, Bérénice de Racine… las propias historias de Cristina Vidal, sus anotaciones al margen de los libretos (¿también se apuntaba a sí misma?), sus anécdotas guardadas como oro en paño, se tejen con fragmentos de grandes obras del repertorio dramático universal creando un tributo delicado, ligero, conmovedor. Con infinita cautela, el espectáculo de Rodrigues se acerca más a lo humano, a la experiencia sensible, trascendiendo la trivialidad de la realidad y tomando un desvío hacia el ensueño poético, sin renunciar al humor. Al principio y al final de Sopro, Cristina Vidal camina sola por la escena con sus torpes andares, su mirada severa, su cronómetro colgado, su vestuario, rigurosamente negro. Cuando los actores toman la escena, ella es una sombra que lo registra todo, escapando siempre del foco de atención.

Sopro se estrenó el 7 de julio de 2017 en el Festival de Avignon. Era la primera vez que un espectáculo del Teatro Nacional de Lisboa se estrenaba en cita escénica veraniega más importante del mundo. Era una de esas apacibles noches provenzales y la brisa estival nocturna obró la magia. En el escenario del Claustro de las Carmelitas se ganó Tiago Rodrigues su consagración como director de escena. El público acabó profundamente sobrecogido y el montaje tuvo una recepción crítica fantástica, tanto que dos años después sigue de gira por el mundo. Nada acostumbrada a los aplausos, en estos dos años Cristina Vidal ha recibido todos los que su profesión le ha escamoteado durante cuatro décadas.

“Asumir esa visibilidad no fue fácil –recuerda la apuntadora-. Todavía no he superado el miedo que siento a salir cada día, porque es una exposición muy grande. Mis movimientos no están pensados para que se vean y yo no estoy preparada, pero ha sido muy positivo ver cómo la gente se entrega cada noche al espectáculo. Aquella primera noche en Avignon no la voy a olvidar jamás. Ni yo ni nadie del fantástico equipo que tenemos. Para mí el contacto con los actores es una cosa maravillosa, no pensaba que se pudiera a alcanzar ese nivel de hermandad.”