El espectador y su lugar en la creación teatral de Juan Mayorga

Escrito y leído en los actos organizados con motivo de la entrega del PREMIO EUROPA NUEVAS REALIDADES TEATRALES a Juan Mayorga, en Craiova, Rumanía, en abril de 2016

 

Atendiendo a la etimología de la palabra TEATRO, “lugar desde el que se mira”, en la antigua Grecia es probable que fuera más importante ver teatro que hacerlo, aunque para verlo había que hacerlo, es evidente. Con el tiempo, la relación entre el que hace teatro y el que lo mira o lo ve, habrá pasado por multitud de vicisitudes diversas. Hoy nos encontramos, al menos en España, en un momento en el que la distancia, en muchos casos, parece insalvable. El teatro de Mayorga propone, incluso podríamos decir que exige, que esta distancia se acorte. Y no solo eso: indica, además, que esta relación entre el que ve teatro y el que lo hace pasa necesariamente por ser una relación crítica, un tenso y constante cuestionamiento en las dos direcciones.

Como rezan los axiomas clásicos de la teoría de la comunicación, para que ésta exista y sea provechosa, el flujo de información ha de ser bidireccional, ha de ir del emisor al receptor y ha de volver. Quizás en la prehistoria de la comunicación, es decir, antes de Internet, el emisor tenía más complicado recibir el feedback. Hoy no hay excusa. El receptor se expresa y el emisor tiene la obligación de escucharle y tenerle en cuenta igual que se escucha y se tiene en cuenta al interlocutor en una conversación. En teatro, pese a la convivencia en el tiempo y en el espacio del que hace el teatro y del que lo ve durante una función, urge acortar las distancias, no sólo ya por el imperativo comunicativo de los tiempos digitales y ultra conectados, sino porque si bien todos los que ven teatro no tienen por qué hacerlo, los que lo hacen son también ­raro sería lo contrario­ receptores en otros momentos.

Juan Mayorga no es un autor teatral que llega al escenario desde el escenario, es decir, no se forma como autor a través de las enseñanzas regladas a tal efecto ni ha sido antes actor o director. Juan Mayorga llega al escenario desde el patio de butacas. Es su experiencia como espectador (y su inquietud literaria previa) lo que le lleva a la escritura teatral. Es el disfrute, el placer recibido como público y el aprendizaje, el valor de la experiencia compartida y el conocimiento adquirido, lo que le convierte en autor teatral. Luego es lógico que haber visto teatro le lleve a hacer teatro sin dejar de tener presente ni un momento que los que ven su teatro son, o deberían ser, sus cómplices. Busca esa complicidad a toda costa, o al menos lo intenta. Basta con observarle a él en el contexto de una conversación con otras personas. Si está contando algo, recorre los rostros una y otra vez de todo aquel que le esté escuchando para que ninguno sienta que está fuera de su relato, y si alguien se incorpora más tarde, no duda en hacerle un resumen rápido de lo que lleva contado para que se sienta al mismo nivel de comprensión del resto. Esta dinámica, quizás inconsciente, no lo sé, habla de lo importante que es su receptor cuando él adopta el rol de emisor. Pero, ¿qué le exige él a los receptores?

La comprensión que nos puede dar, como espectadores, una obra de teatro sobre un asunto histórico, sociocultural, humano en definitiva, ese aprendizaje que sucede mientras vemos algo sobre un escenario, es absolutamente placentero, incluso cuando lo que vemos es dramático, trágico o doloroso. “Belleza que duele” escribió Nacho Garzón a propósito de Himmelweg en su crítica allá por el 2003. Buena parte del teatro de Mayorga produce este efecto, y es porque nunca pierde de vista que hay un espectador que tiene derecho a transitar lugares de sus obras que el autor deja iluminados para ellos, como calles con tiendas de llamativos escaparates; las tiendas que visite el espectador y lo que compre o no allí ya escapa al control del autor.

Pero la invitación a transitar esas zonas abiertas del relato está claramente en sus obras, eso es indiscutible. Hace falta un espectador valiente, decidido, determinado, consciente de ese poder y un punto aventurero, un espectador que seguramente obtenga una recompensa muy valiosa para su intelecto. Sabrá más, será más sabio, conocerá más y mejor, siempre habrá aprendido algo o tendrá más claves y más recursos para cuestionar los temas o las ideas propuestas en cada momento. Porque Mayorga no da respuestas, sino que propicia las preguntas. Esto mismo dicen pretenderlo muchos creadores escénicos. Unos lo conseguirán más que otros, pero Mayorga va más allá, porque su teatro invita a dudar, a sospechar y hasta a desconfiar de lo que se pone en juego en cada una de sus obras. En ese camino crítico, de cuestionamiento, nos encontraremos mirándonos a nosotros mismos, no por identificación con tal o cual personaje, sino por reconocimiento del ser humano en todas sus dimensiones, las mejores y las peores, porque todas ellas habitan en cada uno de nosotros en tanto que esenciales.

Himmelweg es un ejemplo paradigmático de esto. No nos vamos a identificar con el hijo de puta del nazi ni con el pobre Gottfried, pero reconoceremos las dinámicas de representación fraudulenta de la realidad. Cada cual hará su propia lectura. Yo me lo llevaré a un terreno más en consonancia con mis preocupaciones, pensaré en los medios de comunicación que fabrican noticias con el fin de generar tensiones políticas o sociales que influyan en la opinión pública en un sentido u otro. Habré creado, junto a Mayorga, una obra que habla del fraude de los medios serviles que le ponen el culo una y otra vez a los poderes económicos para ser sodomizados a conciencia. El por qué lo hagan me importa poco. Otra persona creará en su cabeza, con su propia imaginación y sus marcos de referencia habituales, cualquier otra cosa, tan legítima como la mía o como la del propio Mayorga.

Que te suceda algo así viendo una obra de teatro es un auténtico gustazo, un enorme placer. Un placer racional, eso sí, mental, intelectual, que quizás tenga luego una correlación emocional, es probable, pero será una consecuencia de lo anterior. Hay otro tipo de teatro, o habría que decir mejor otro tipo de espectáculo, “inmediato proveedor de afectos” en palabras del actor y filósofo francés Denis Guénoun, en el que importa poco lo que se pueda aprender o no. Su objetivo es otro, más visceral, muy legítimo desde luego, pero que no aspira a esa relación crítica entre hacer y ver teatro de la que venimos hablando. Pero nos importa poco cuál sea el objetivo de este otro teatro, puesto que como el propio Mayorga ha dicho en alguna ocasión, no son los productores de cultura los que han de ser críticos, sino sus receptores: “el verdadero creador de una cultura crítica es la comunidad”. Por eso para Juan el teatro es más una herramienta de conocimiento que una técnica de diversión, lo cual no elimina de entrada la posibilidad de divertir, pero no es el objetivo primario, precisamente porque la diversión es subjetiva.

Frente a ese teatro que suspende la conciencia, el teatro de Mayorga, en su apuesta por la conciencia crítica, nos acercará a la inteligencia de Copito de Nieve y nos alejará de la docilidad de su guardián. Pero nunca lo hará poniéndose por encima de nosotros. Hamelin y el personaje del Acotador es un buen ejemplo, porque es una obra que establece una relación horizontal con el público en busca de la complicidad, de un ritual creativo compartido. O el respeto manifiesto hacia la inteligencia del espectador que demuestra Reikiavik, en la que concursan además los actores, como en ninguna otra obra, como canal por el que se transmite la información entre dos cómplices.

Estas dos últimas obras citadas, Hamelin y Reikiavik, demuestran un absoluto respeto por lo que Mayorga ha identificado como “la mayor fuerza” del teatro: la imaginación del espectador. En la mayor parte de las escenas de esas obras, lo que se oye no se ve, pero sucede en la imaginación de cada espectador. “Este desfase ­escribe Claire Spooner en el prólogo a la edición de la editorial La uña rota­ genera la desconfianza del receptor, quien participa activamente en el desenmascaramiento de la mentira al que apunta el teatro de Mayorga.” Mayorga consigue que, mientras miramos sentados en la butaca, nos hagamos preguntas del tipo ¿de qué me están queriendo hablar? ¿Qué hubiera hecho yo ahí?

Dice Mayorga: “no hay que sepultar con la voz propia la posibilidad de que el espectador haga su lectura personal. Sería una obra socialmente inútil.” Ha de ser el espectador y no el espectáculo el que contradiga a un personaje controvertido, por ejemplo, a un torturador como el de La paz perpetua, generando sus propios contra argumentos.

Y dice Mayorga también ­y con esto voy terminando: “mi sueño es que los espectáculos que se hacen con mis obras enriquezcan al espectador, que salgan con una visión y una sensibilidad más amplias, con un oído y una mirada más complejos que le permitan vivir con más intensidad.” Esto es lo que dice Mayorga. ¿Qué dice el espectador? Para saberlo lancé una pregunta la semana pasada en el Facebook de mi revista, la revista Godot. Pedí que nos dijeran lo que significaba acudir como público a una obra de Juan. Una chica dijo: “es como entrar en un universo de sabiduría y sentido común. Un teatro nada fácil que consigue la sonrisa inteligente, una apertura del pensamiento que sigue después de la función. Leer y ver sus obras no sólo me hace pensar, disfrutar, plantearme cuestiones o tomar una actitud crítica, me hace mejor persona.”

Otra chica dijo que sus obras solían dejarle una cierta sensación de desasosiego. Y, finalmente, un chico escribió: “mi única sensación negativa con Mayorga fue que no me pidiese matrimonio. Todo lo demás ha sido bueno.”