Crítica: Roberto Zucco

ROBERTO DERQUI O PABLO ZUCCO… Y TODOS LOS DEMÁS

 

Publicada en la Revista Godot el 26 de septiembre de 2013

 

Probablemente un autor no es consciente, cuando escribe, de que está creando un gran personaje. ¿Sabía Shakespeare la entidad que cobraría Hamlet? ¿Pensó Koltés en que, con su última obra, Zucco se ganaría la eternidad y un día? La dimensión que cobra un personaje a medida que se incrusta en el tiempo se la da, en un porcentaje muy alto, el actor que lo interpreta. Los pintores pintan. Los escultores esculpen. Los músicos componen. Los actores convierten la palabra en vida. Un día Picasso va y pinta el Guernica, Rodin esculpe El pensador, Stravinsky consagra la primavera y Pablo Derqui encarna a Roberto Zucco. ¿Es muy bestia esta comparación? No, en absoluto. Al menos para mí, que he leído tres o cuatro veces la obra de Koltés, Roberto Zucco no había significado nada hasta ahora, igual que Hamlet tampoco era gran cosa -para mí- hasta que lo hizo Blanca Portillo. Derqui está tan habitado por Zucco que, aunque no dijera una sola palabra durante las dos horas que dura la función, seguiría siendo Zucco, transmitiendo su lucha interior, su pulso entre la vida y la muerte, su búsqueda desesperada, su contradicción, su ternura y su animalidad, su fragilidad, su abandono, su carencia de amor, su absoluta libertad.

 
El montaje de Julio Manrique es, definitivamente, el Zucco de Pablo Derqui. Hay que valorar su tempo cinematográfico, su ambientación sonora, su disposición escenográfica a modo de retablo, que tan a favor está de la compren- sión global de la obra. Hay que valorar el buen trabajo de los otros siete intérpretes, empezando por Xavier Boada, capaz de crear con apenas dos trazos toda una galería de personajes secundarios vivísimos pese a que recurre al cliché en no pocas ocasiones. Siguiendo con la candorosa ambigüedad de Oriol Guinart (tiene un playback me- morable) y con la eficacia de María Rodríguez. Laia Marull (que fue la hermana pequeña en el recordado montaje de Lluis Pasqual de hace 20 años) y Rosa Gámiz están un poco pasadas de rosca a veces, demasiado gritonas, pero igualmente convincentes. Y Andrés Herrera y Xavier Ricart ponen la testosterona a punto de nieve. Siete nombres para un universo, la sórdida escenografía humana en la que Zucco se desparrama como un diamante hecho añicos. Es cierto que ese universo que Koltés dibuja en 15 cuadros, tan desasosegante, tan desesperanzado, está abonado por su situación vital. Koltés es un hombre enfermo de Sida, cabreado con su destino. También es un habitante de la Europa de los ochenta, la Europa contagiada por el no future que habita cual piojo en la cabeza de la Thatcher. La escena del metro es sumamente reveladora. Encerrados en un no lugar y un no tiempo, Zucco y esa especie de Tiresias toman conciencia de que están fuera y del miedo que da estar fuera, fuera de los cauces establecidos, fuera de los esquemas trazados, fuera de los cimientos, a merced del viento y las mareas. Zucco se quiere ir, quiere desaparecer, no quiere ser un héroe y lo será a su pesar, aunque antes de irse ajuste cuentas con sus mayores, con la infancia, con la autoridad. Sus asesinatos no son tan aleatorios como parece. Quizás el personaje real en el que se basó Koltés era un psicópata, pero este Zucco, en manos de su autor, es poesía pura, es una elaboración en cuyo seno habita el Hombre del siglo XX, así, con mayúsculas.

 
Finalizando el siglo, el Hombre tomó conciencia de lo que había hecho, de las guerras mundiales, de los genocidios, de las dictaduras, de las matanzas indiscriminadas. El Hombre tomó conciencia de cómo había desperdiciado su testosterona sembrando muertes en vez de alumbrar vidas. Koltés ajusta cuentas con los “machos” de su especie. A las hembras les reserva los roles de hermanas y madres. Y los de putas. Aquellos sólo dan palizas. Y ellas se fustigan. ¿Y el amor? Se ha dicho que Zucco mataba sin motivo. Yo diría que Zucco mataba por amor, por raro que suene, buscando amor. En la sonrisa de Pablo Derqui, en lo profundo de su mirada, hay toneladas de amor. Y toneladas de miedo. Dos motores para un avión que termina despegando hacia el sol.