BROS

Programa de mano para Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, publicado en noviembre de 2021

 

BROS. Romeo Castellucci

Más o menos un mes antes de la representación, se lanza una convocatoria: se buscan extras masculinos para participar en la obra Bros de Romeo Castellucci. Es una convocatoria pública, donde se especifica que se buscan hombres de entre uno sesenta y uno ochenta y cinco, con barba y pelo corto.

Podría ser un proceso de búsqueda más privado y no especificar en la publicidad del espectáculo que no hay actores, sino hombres de la calle, cualquier hombre medio. Pero no, hace falta la sensación del reclutamiento. Esta obra la ejecutan dos docenas de hombres procedentes de cualquier ámbito.

Nada de psicologismo. Aquí no hay personajes, no hay que pensar ni sentir, solo ejecutar órdenes. Solo desarrollar acciones que son dictadas individualmente a cada uno a través de un auricular. Quizás debería vetarse también a los policías de verdad, porque ellos saben obedecer órdenes y llevarlas a cabo por mucho que carezcan de sentido para ellos. Uno ve una convocatoria así y le hace gracia, se anima a participar vete a saber por qué, porque parece un juego, parece divertido. Pero enseguida ve que todo se rige por un férreo contrato entre las partes, entre el director-dios creador del espectáculo y los ejecutantes, al servicio de la ley. Ley y orden.

Es necesario pasar por esta farsa del recluta para lanzar la ficción al mundo y que el mundo te devuelva realidad. Realidad, no verdad. “Lo real no es la verdad -dice Romeo Castellucci- Lo real es un sustituto de la verdad. El teatro debe permitir el acceso a lo real, pero no a la verdad”. La verdad es el enemigo, clamaría Nietzsche.

Bros es un espectáculo sobre la policía, pero no es una crítica predecible, eso sería demasiado obvio -aclara Castellucci. Es más bien sobre los aspectos esotéricos que se esconden detrás de esa palabra: policía. Es un espectáculo oscuro, pero a pesar de que los actores no sean profesionales, es muy preciso, muy geométrico. Y al mismo tiempo, divertido e intimidante”. Cuando el siempre controvertido creador italiano utiliza una palabra, no la utiliza por casualidad. Si dice esotérico es porque esta pieza apunta al interior del cuerpo de la ley, penetra lo impenetrable.

Esta producción alumbra el código férreo de los cuerpos de seguridad a sueldo del Estado, que como sabemos desde Hobbes, se reserva el uso legítimo de la violencia para mantener el orden de una sociedad, la humana, que tiende al caos. Sin embargo, cuando el impulso violento grupal de los cuerpos policiales descarrila, los ciudadanos nos seguimos llevando las manos a la cabeza. Unos lo disculpan como un daño colateral; otros nos escandalizamos y nos enrabietamos, sobre todo desde que con la contracumbre de Génova 2001 se inauguró un nuevo ciclo de brutal represión policial que trata de mantener el débil entramado de la democracia mercantil y apaciguar los impulsos identitarios y emancipadores de los pueblos.

La estética policial que propone aquí Castellucci es un código, un cliché engañoso, un traje policial que remite lo mismo a las películas de Buster Keaton que a las SS nazis. Porque en nuestra consciencia colectiva está el policía que le entrega una flor a una niña y el que le rompe las costillas a un manifestante a porrazo limpio. Porque la vigilancia de la ley es tragedia y comedia. En el contrato que firman los no-actores, una hora antes de comenzar la función, hay frases como: “estoy dispuesto a seguir todas las órdenes para ser un verdadero policía”; “seguiré las órdenes como si fuera cianuro de potasio de hierro, aunque no entienda esta frase”. Nada se sabe, nada se ensaya. Uno se difumina en el grupo, se entrega al juego de autoridad orquestado, se mueve como una sardina en un banco de sardinas, conformando una hermandad, un solo organismo, preciso y despersonalizado. Autómatas plegados a una voluntad superior que el público ni ve ni oye (¿Dios?).

¿Pero qué es lo que ve el público? Como siempre en el teatro de Castellucci, conviene no buscar la comprensión lógica, sino entregarse a la experiencia de abandono, y en este caso concreto de Bros, al juego de niños serio escrito a base de gramática militar. Es lo único que escapa al control del director, la epifanía individual de cada espectador, cuya mirada nunca será inocente. Verá un grupo de policías haciendo cosas, una imagen icónica que irá mutando, una ilusión al estilo de Magritte, donde parece que se nos está diciendo: “ceci n’est pas un policier”. Cada espectador aportará una nueva significación que nunca se cierra del todo, porque está abierta a todas las interpretaciones, una por butaca.

Y de la experiencia estética se pasará -o no- al pensamiento político, porque uno siempre se pregunta, poseído por la utopía: ¿podemos imaginar una sociedad sin policía? “Necesitamos una fuerza policial -contesta Castellucci-, la cuestión es cuál. La humanidad no está exenta de maldad y debe enfrentar sus males”.