Principiantes

Programa de mano para Teatros del Canal, publicado en enero de 2022

 

PRINCIPIANTES, de Raymond Carver. Dramaturgia: Juan Cavestany. Dirección: Andrés Lima

 

En toda buena obra artística, lo que está detrás cuenta tanto como lo que está delante. El fondo engrandece la figura y viceversa. Y desde Chéjov sabemos, también, que en toda buena obra de teatro, lo que se calla cuenta tanto como lo que se dice, el silencio engrandece la palabra y viceversa. Principiantes es el otro título que recibe el cuento (y el libro homónimo que lo contiene) De qué hablamos cuando hablamos de amor, y es la base de esta función que trae por vez primera en España a Raymond Carver a las tablas. Narrativa preñada de teatro, un enamorado de su realismo sucio y extrañante, Juan Cavestany, ha sabido ser matrona para hacer nacer este pequeño gran milagro teatral de las lacónicas frases que dejó el autor americano negro sobre blanco. Lacónico, duro, crudo como el crudo desierto de Albuquerque, ciudad límite atravesada por el Río Grande y por la madre de todas las carreteras que fundaron eso que conocemos hoy como Estados Unidos: la Ruta 66. El desierto y su hostilidad, sus saguaros, bellos en la lejanía, recortados contra el sol, que de cerca, como cualquier cactus, asustan y pinchan. Desierto como telón de fondo para hablar del amor, de sus suaves colinas aquí y su rocosidad más allá, de su luz cegadora y su oscuridad inhóspita, sus espejismos. El montaje, que dirige Andrés Lima, ha buscado que todo suceda en una estancia recogida y cálida, con una ventana por la que entra el paisaje y su distorsión, reflejo de la propia incandescencia que bulle por dentro de los personajes.

Como sucede con el mejor teatro americano, con Tennessee Williams, con Edward Albee, con Arthur Miller, como sucedía con Chéjov (al que tanto debe el propio Carver), las historias parecen estar muy localizadas y no pueden ser más universales. Sucede que en muchas de las obras de estos autores, como sucede aquí con Carver, el alcohol actúa como combustible, como espuela. Vodka, whiskey, ginebra, copas que se vacían y se llenan en un gesto mecánico que, sin embargo, va aflojando las voluntades hasta abrir las compuertas de las presas que retienen todas las verdades, hasta dejar vía libre para la bacanal de lo visceral. La violencia brota de pronto en un terreno de absoluta cotidianidad, a veces asoma y se vuelve a esconder, pero termina por derramarse. Y luego, como sucede en el primer relato incrustado al principio de esta función, titulado Una cosa más, la calma que sucede a la tormenta es un buen momento para tomar aliento y recuperar el sentimiento central: el amor. Porque esto no va de desiertos ni de alcoholismo. Va de amor. De lo que va todo siempre, porque, afortunadamente, no sabemos hablar de otra cosa y no otra cosa merece tanto la pena en la vida.

Los dos títulos del relato central de esta obra son muy elocuentes. En esto del amor somos siempre principiantes haciéndonos preguntas. Todas las certezas que creíamos tener estallan por los aires con cada nueva relación, porque el amor es cosa de personas y, ya lo dice el tópico, cada persona es un mundo. ¿Cómo puede ser que aquella persona que tanto amé hoy sea objetivo de mi odio más furibundo? O peor: ¿cómo es posible que no sienta absolutamente nada por quien entregué la misma vida? ¿Qué es eso que llamamos amor? Nos pasamos la vida de la teoría a la praxis y vuelta a empezar, y en ese tránsito eterno se nos van los días probando a conocernos y comprobando que ni nos conocemos del todo nosotros ni conocemos nunca del todo al otro al que amamos. Así transcurre esta obra en la que dos parejas pasan una tarde plácida de verano, gintonic va gintonic viene. En ese vibrante crescendo escénico, Andrés Lima juega la filigrana dramatúrgica de Cavestany intentando armar con luz, imagen y música lo que circunvala todas las dudas, reacciones, sensaciones y emociones que se desdibujan como un rostro se distorsiona visto a través del líquido. “No son personajes que escondan nada -dice Lima-, sencillamente tienen zonas ocultas que ellos desconocen, como nos pasa a todos, que no sabemos con qué objetivo nacemos ni a dónde vamos, nos vamos encontrando la vida, nos vamos descubriendo. Y esta es una tarde-noche de descubrimiento”.

En esta guerra eterna que es vivir el amor, por paradójico que parezca, los cuatro personajes asumen que el lugar que ocupan no tiene la solidez que les gustaría. Herb lleva la voz cantante, interpretado por Javier Gutiérrez, un cardiólogo que no sabe nada de los asuntos del corazón, pero que es el acicate preciso que atiza las polémicas con su punzón etílico. Está casado con Terri, a la que da vida Mónica Regueiro, una mujer que parece no haberse desembarazado del todo de su anterior relación, que fue eso que hoy podemos nombrar, una relación de maltrato, pero que pone de manifiesto lo difícil que es generalizar en asuntos de amor: ¿dónde está el límite para decidir por otros la etiqueta precisa que define sus sentimientos? Enfrente otra pareja que parece estar en las antípodas de Herb y Terri: donde estos sufren el desgaste, aquellos viven los efluvios de la pasión primera, una pasión para nada infranqueable, pues a veces sepultamos las dudas con la carne erizada del sexo inaugural. Son Laura y Nick, interpretados por Vicky Luengo y Daniel Pérez Prada, ella enigmática, él controlando sus miedos y diseccionando las amenazas que van aflorando en la conversación.

De qué hablamos cuando hablamos de amor es un relato y también es un libro compendio del que se han extraído otros fragmentos para armar el texto final de esta función. Se escribió hace 40 años pero es terriblemente vigente, como no podía ser de otra forma. “Romántica y desgarradora -así la define Cavestany-, realista y poética al mismo tiempo, la pieza no solo es referente de una época, sino que nos atrapa hoy con la fuerza de una pieza de música esencial”. Atravesados por la flecha inocente de Cupido o rajados de arriba abajo, como Medea, por la lanza de Jasón, seguiremos intentando desentrañar, apasionadamente, el misterio del amor, hasta dar con nuestros huesos en el otro misterio insondable de la vida, que es la muerte. Eros y Tánatos, otra vez, como estandartes únicos para explicarnos mientras suplicamos un beso más.